Opinión | A pie de isla
Los valencianos, Ibiza y el mar
La atracción que sentimos los valencianos por Ibiza es irresistible. ¿Cómo no? En realidad, para cualquier hijo de vecino con ojos en la cara. Pero nosotros aún nos dejamos seducir con mayor entrega, sin reserva alguna. Hasta le podríamos prestar la sacrosanta paella del abuelo a un ibicenco para que haga un arroz.
Adictos al universo pitiuso desde que Ibiza perteneció a la taifa de Daniya (Denia), somos presa fácil de la isla; es oír el nombre de Ibiza y abrirse de golpe nuestra maleta, incluso aunque esté en barbecho dentro del armario.
Diría que la isla representa un sueño paisajístico, gastronómico y climático común a una mayoría de personas que a los valencianos nos cabe la suerte de poder materializar sin apenas esfuerzo. La razón es muy simple: queda Ibiza bien próxima a nuestra costa. A tiro casi de luz de faro. Sería de idiotas no ir. Y casi lo mismo volverse luego.
Para marchar a una isla de aguas cristalinas, los valencianos no tenemos por qué enlatarnos tontamente en asientos de avión durante horas y acabar con una tromboflebitis de libro. Treinta minutos de vuelo desde Valencia bastan para besar suelo pitiuso ibicenco, el territorio predilecto de Tanit, y luego recorrerlo de punta a punta dando brincos de felicidad, de tanto que los tesoros naturales y culturales de la isla colman los sentidos, aunque adelgacen la cartera.
En resumen, expresado de forma pedantemente ‘pitagorina’, la cosa quedaría más o menos así, a modo de teorema: la dicha que nos proporciona Ibiza a los valencianos es inversamente proporcional a la exigua distancia que nos separa de ella.
Incluso yendo allí a vela, dos bufidos de viento alcanzan para divisar es Vedrà en el horizonte dándonos la bienvenida a modo de gigantesco mojón de piedra. Y con solo un bufido más, acabamos olfateando un ‘bullit de peix’, justo a la hora de la comida.
Tanto más nos atrae la isla desde que nuestras playas y calas valencianas perdieron gran parte de su primitivo encanto, a causa de los catastróficos efectos de los sucesivos ‘tornados de cemento’ que, a partir de los años sesenta, dejaron escasos tramos de la costa por ‘visitar’, cubriéndolos de edificios.
Qué poca costra de arena o piedra cubre ya nuestro litoral. Aquí y allá, todo son heridas por donde sangra el hormigón y el asfalto. Si le hubiera tocado a Polifemo vivir en la actualidad, y si se hubiera empadronado en algún adosadito del litoral valenciano, el enjambre de torres de apartamentos no le habría dejado hueco en el acantilado para poder arrojar a la nave del bocazas de Ulises cuanta roca se le antojara.
Pero si Ibiza es un Edén para los valencianos que la visitan, aún lo es mucho más para los que contamos con más edad dentro de ese grupo. Para nosotros, la isla supone en parte el reencuentro con un paraíso marítimo perdido, el de nuestros primeros recuerdos estivales en cada una las playas y calas valencianas a las que nos llevaban nuestros padres de niños.
Entonces, el mar era tan azul como las cúpulas de teja vidriada de las iglesias de los pueblos valencianos asomados a la huerta. Y su transparencia era tal que nos permitía observar con detalle nuestros propios pies infantiles, que, como raudos alevines, se movían en todas direcciones en el agua jugando a pillar a los peces mayores con tan solo rozar sus escamas.
Luminosos e inolvidables días de baño en playas de Denia o en calas de Jávea. Incluso en Cullera. Aunque ya había hileras de apartamentos o chalets, no eran tantos como para eclipsar la única arquitectura que veían con nitidez nuestros ojos aquellos años: los castillos de arena nacidos de nuestros cubos.
Sí, azul y transparente. El mar era entonces un espejo que no le negaba al cielo su reflejo. Un mar sin las veladuras opacas causadas por la masiva e imparable presencia humana, tal como grosso modo sigue siéndolo hoy en Ibiza −todavía, ¿hasta cuándo?−, donde nos refugiamos en la actualidad no pocos valencianos, conscientes de que la isla es una de las últimas trincheras mediterráneas que, prietas de azul, aún resisten, descalabrada ya la de nuestra costa.
Aquí, en la mayor de las Pitiusas, volví a ser ese niño que se bañaba desnudo en las marinas que pintaba Sorolla. ¿Cómo no recordar mi primer baño en la isla siendo muy joven? Transcurrió en una cala de minúsculo tamaño, poco más que un templete de rocas abrazando un suspiro de mar; un manantial de azules de petrificada quietud. Allí recobré mi mediterraneidad perdida.
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