Opinión | Tribuna

Ficciones

Esta gente, y con esta gente quiero decir los políticos de todos los bandos, juegan a un juego que cada vez está más alejado de los ciudadanos, un juego peligroso

Pongo un poco de café en la taza, doy un sorbo apresurado. Me gusta a pequeñas dosis, muy caliente, sin azúcar. Es parte del ritual, así comienza la búsqueda (escribir es eternamente buscar y no encontrar casi nunca). La actualidad está tan fea como de costumbre, todo huele siempre a podrido, esta gente, y con esta gente quiero decir los políticos de todos los bandos, juegan a un juego que cada vez está más alejado de los ciudadanos, un juego peligroso porque de esa desafección llegarán días terribles. No se dan cuenta, no les importa, no les preocupa, pero esa guerra de guerrillas en la que se enredan entre ellos mismos no le interesa más que a ellos mismos y a los periodistas que tratan de comprender qué ocurre. Absurdo, inútil, improductivo, sin sentido. Pagaremos cara la factura de haber dejado las cosas en manos de los peores.

Pongo otro poco de café. Trato de aislarme del perro que aúlla durante todo el día. Infiero que alguien que se convence a sí mismo de que ama a los animales en general y a su perro en particular cree que es una idea estupenda dejarlo en una terraza durante catorce horas al día, solo y angustiado, hasta que vuelve de su jornada laboral, lo saca quince minutos a que haga sus necesidades y lo vuelve a encerrar. Dicen las estadísticas que en España hay tres millones más de perros que de niños. Claro, a los niños no está bien visto dejarlos en el balcón catorce horas al día, pero no pasa nada si haces sufrir a un pobre perro, y además estás a la moda. Seguro que cuando se refiere a él lo llama “perrete” y se siente muy satisfecho de sí mismo.

Se me ha acabado el café. Menos mal que solo me quedan doscientas palabras para cerrar la columna. Las suficientes para hablar un poco de las fotos que Annie Leibovitz ha hecho a los reyes. A mí me parecen irreales, no sé, quiméricas, con ese halo de cuento que se supone que siempre tiene la realeza, esa aureola sobre la que se sostiene una institución tan fuera de lugar. La reina da una sensación de movimiento, como si, suspendida en el aire, el aire mismo la sostuviera y la hiciera avanzar levemente. Vaporosa, como saliendo de un sueño. El rey, en cambio, ofrece una presencia sólida, maciza, inmutable. La misma imagen que dio cuando, estoico, aguantó el chaparrón de barro en Valencia.

Al final de toda esta irrealidad habrá una realidad terrible, me temo. Pero avanzamos hacia ella como en ese scroll infinito de Tiktok que atonta al personal, sin darnos cuenta de que se nos pasa la vida, pegados los ojos a la pantalla, absortos en la ficción.

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