Opinión

Lo que es normal

Estábamos hace dos semanas echados en el sofá, viendo imágenes de la DANA de Valencia, cuando mi hija preguntó «¿Esto es normal?». Retiré la vista de la pantalla para mirarla a ella, y respondí con gravedad: «Claro que no, cariño». Pero ni medio segundo después rectifiqué: «Bueno, sí, a partir de ahora un poco sí será». Puso cara de no entender demasiado, pero casi me dejó tranquilo, porque nadie entiende y aún así sigue con su vida como si tal cosa. Estuve a punto de volver a rectificar y negar que nada de lo que estábamos viendo –en ese momento la cara durísima de Mazón– se podía considerar normal, en efecto. Pero para qué confundirla más.

Después pensé que tal vez la normalidad sea el concepto más en crisis de nuestra época. A todos nos dicen, en algún momento, «qué raro eres», pero después conoces a otras personas, muchísimo más raras, que te hacen sentir, en realidad, el ser más normal del mundo. Raro o normal, pues, ¿respecto a qué? Dicho esto, cada vez resulta más difícil precisar qué es y qué no es normal. Alcanzamos ya ese punto en el que su antónimo, la anormalidad, cumple a veces mejor el cometido de describir aquello con lo que lidiamos habitual, convencionalmente. Nos las vemos con tantas cosas que antes simplemente nos parecían disparates, que ya ninguna nos hace cambiar el gesto. Estamos cerquísima de que nada nos sorprenda. Un día nos resultará inconcebible decir «qué extraño».

Hay un exceso de realidad en el aire tal que puedes volverte loco si pretendes ordenarla continuamente, poniendo a un lado lo que tiene sentido y al otro lo que no. Hace tiempo que su abundancia nos atropelló, de modo que intentamos hacer frente ya solo a la parte mínima e imprescindible para no vivir desquiciados. Pero aún así, necesitamos un punto de referencia, algo a lo que aferrarnos y de lo que pensar «Esto tiene un pase» o «Esto no tiene ni pies ni cabeza». Ahora bien, esa normalidad que deseamos identificar para saber a qué atenernos, nos genera estados de ánimo contrarios. En razón de ello unos días querremos participar de la normalidad y otros salir pitando.

La semana pasada, hablando con Almudena Amador, de la librería Ramón Llull, de València, me confesó que quince días después de la tragedia necesitaban «avanzar poco a poco hacia la normalidad». Entendí perfectamente qué quería decir y qué importante era alcanzarla. Quién no desea ver las cosas en su sitio después de que lo pierdan. Y a continuación pensé que, si retrocediésemos tres meses en el tiempo, cuando muchos aún estábamos de vacaciones, la idea de que se acabasen y tuviésemos justamente que incorporarnos a la fuerza a la normalidad, nos parecería un acto de salvajismo. No volver de las vacaciones, prolongar esa excepcionalidad hasta que nos aburriésemos de ellas, sería nuestro sueño dorado. Nada más indeseable que volver y encontrarlo todo en su aterrador mismo sitio. Era lo peor: el siempre igual. Nunca sabes qué pensar de la normalidad, ni para definirla, ni para ponerte de su parte o en su contra.

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