Opinión | Tribuna
La mirada renacentista
«Es preferible la muerte a dejarse ver desnuda», clamaba desde el púlpito el predicador franciscano Bernardino de Siena en 1427. Por aquel tiempo, las guías sobre la vida matrimonial recomendaban a las damas, si querían ser tenidas por respetables, ocultar su desnudez incluso a sus maridos. Las miradas eran codiciosas y ellas eran suficientes para incurrir en pecado.
En el siglo XV la desnudez era apreciada en las obras de arte, pero para las simples mortales estaba considerada una indignidad y era motivo de vergüenza. En Ferrara, uno de los grandes centros del Renacimiento, a las adúlteras se las castigaba obligándolas a correr sin ropa por las calles, expuestas a las miradas de sus vecinos y con la multitud yendo tras ellas arrojándoles verduras podridas. En Génova se promulgó una ley que prohibía a las mujeres mostrar sus clavículas, que debían resultar especialmente atrayentes a las miradas.
El artista que retrataba un desnudo y el espectador que lo contemplaba eran, salvo raras excepciones, hombres. Las miradas masculinas cosificaban a las mujeres, expuestas y vulnerables en su desnudez. En recintos más reservados, como los baños comunales, las mujeres también se miraban y no eran pocas las que lo hacían con deseo.
Los ojos eran poderosos y las miradas también. Se creía que transmitían vapores, tal cual, que fluían entre los cuerpos, encendían el amor y la pasión, podían embrujar, podían ser mortíferos.
No era raro que se acusara a las ancianas de andar echando mal de ojo, sobre todo a los niños, o, al revés, de protegerlos contra miradas maléficas con sus sortilegios. Para distraer la mirada y protegerse se usaban amuletos, a menudo con forma de genitales masculinos o femeninos, o con la popular fica, el puño apretado por el que asoma la punta del pulgar, que también tenía connotaciones sexuales.
Ciertas miradas masculinas desnudaban a las mujeres, eran amenazantes y anticipaban el peligro. Los ojos de las mujeres también eran temibles para los varones. Para evitar caer bajo el embrujo del enamoramiento, se educaba a las doncellas para que mantuvieran la mirada baja y, de paso, la boca cerrada.
Las miradas de las mujeres y las que se dirigen hacia ellas han cambiado a lo largo de la historia, incluso literalmente. Las campesinas, las sirvientas, las señoras de la nobleza no miraban, ni se exponían a las miradas, de la misma manera; tampoco lo harían como lo hacen hoy en día sus congéneres. Una determinada mirada define una época.
«Ser mirado no es un acto pasivo. Atraer miradas también puede ser algo poderoso», sostiene la historiadora británica Jill Burke en su ensayo ‘Cómo ser una mujer del Renacimiento’ (Editorial Crítica). Burke dirige las suyas a infinidad de mujeres apasionadas y rebeldes, sorprendentemente contemporáneas, cuyas vidas y andanzas rescata en su libro.
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