Opinión | A pie de isla
Quietecitos, mucho mejor
Todo acto humano acarrea consecuencias; la mayoría, imprevisibles, por el efecto dominó que desencadenan. A veces no saltan a la vista de inmediato, aunque, de una manera u otra, siempre terminan por manifestarse a medio o largo plazo. Tardarán más o menos, pero al final aparecen y se consolidan. Tan estrecha es la relación entre los actos humanos y sus secuelas que adquiere rango de ley; una ley que se revela con extrema nitidez en Ibiza.
Debido a las reducidas dimensiones de la isla y a la escasez de recursos naturales, su fragilidad es notoria, quedando siempre expuesta a cambios radicales y traumáticos causados por acciones humanas −entre las que, por desgracia, no son pocas las negativas− que terminan por afectar tanto a las reservas naturales como al paisaje mismo.
El hombre no solo es un comunicador de palabras (ojalá se limitara únicamente a eso a veces); también es un hacedor nato de hechos, una máquina imparable que no cesa de dejar su impronta, casi siempre de dominio, sea de una forma u otra y cueste lo que cueste. El poeta romántico norteamericano Henry Wadsworth Longfellow lo expresó a la perfección: «Una palabra que se ha dicho puede no ser dicha; no es más que aire. Pero cuando se realiza una acción, no se puede deshacer, ni nuestros pensamientos pueden alcanzar todos los males que puedan seguir».
La mayoría de mamíferos se afana en marcar sus territorios con su propio olor; el ser humano a base de actos, con los que aspira a permanecer y transcender a través del tiempo, a dejar testimonio de su identidad de la forma más indeleble posible.
Exacto, Wadsworth da en el clavo. Una acción, nos dice, no puede deshacerse ni tampoco podemos prever todos los males que puedan seguirle. Es justo lo que ha sucedido con la proliferación de serpientes en Ibiza y la consiguiente merma de la lagartija pitiusa, su presa favorita, uno de los temas ecológicos más candentes y preocupantes de cuantos acontecen hoy en las dos islas.
La acción causante de este grave problema no fue otra que la importación desde el sur de la Península de cientos −o miles, quién sabe− de olivos centenarios para adornar parcelas de chalets y villas, algo que comenzó a materializarse en Ibiza hace más de veinte años. Nadie previó que los olivos trajesen consigo, con la tierra de sus raíces y en las oquedades del propio tronco, toda una bomba biológica de relojería en forma de serpiente. Estas camparon a sus anchas en un territorio totalmente virgen para ellas, un Edén no para una sola áspid −la del manzano aquel de Adán y Eva− sino para todas sus congéneres.
Sin depredadores naturales y con una orografía, una vegetación y un clima propicios para aparearse y crecer en número sin apenas obstáculos, salvo algunas trampas colocadas aquí y allá, proliferaron en masa. Pero sobre todo porque les aguardaba comida en abundancia, un pequeño saurio que les iba a servir de despensa: la desprevenida y vulnerable lagartija pitiusa, la especie endémica por excelencia de nuestras dos islas. Ella es aquí la presa favorita de esos ofidios recién implantados por culpa de una irreflexiva e imprudente acción humana aparentemente inocua para el medio ambiente, que, sin embargo, ha alterado la cadena trófica (alimentaria) de Ibiza. Tanto es así que, además de poner en peligro la supervivencia de la lagartija, ha aumentado exponencialmente la población de la procesionaria del pino, con el consiguiente perjuicio para esta especie forestal que dio nombre a nuestras islas.
Si los característicos nidos en forma de bolsas grises translúcidas que produce dicho gusano en las ramas de esta conífera hace años eran escasos, ahora comienzan a abundar en el paisaje. No es casualidad que donde más se contabilizan es en el municipio de Santa Eulària y en la zona norte de la isla, en la reserva natural de es Amunts, justo donde más han prosperado las serpientes, a costa de disminuir drásticamente la población de lagartijas. La respuesta a tal coincidencia la encontramos en el hecho de que la lagartija pitiusa es una de las principales especies que depredan larvas de procesionaria.
Así que, en resumidas cuentas, donde nunca había habido serpientes −Ibiza−, ahora las hay para dar y vender, multiplicándose a su antojo en perjuicio de la lagartija pitiusa, que empieza a escasear tanto que permite a la procesionaria crecer y expandirse como nunca antes, poniendo en peligro a los pinos. Y todo porque a unos iluminados se les ocurrió importar olivos que fueran lo suficientemente monumentales como para satisfacer su propia vanidad.
Al final, ha sido un mero acto humano fuera de lugar, uno más en la larga lista de despropósitos, el que ha provocado este desastre en la isla; un acto promovido por un capricho de jardinería, al fin y al cabo, mero afán de ornato.
La pasividad es a las acciones imprudentes lo que el silencio a las palabras necias: una imperiosa necesidad. Quietecitos, a veces, es mucho mejor. n
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