La sonrisa de un turista en bicicleta

A veces no me gusta vivir en Formentera. Miro al mar y veo fronteras. Voy al súper, me saludan por el nombre los que allí trabajan y me agobia tanta familiaridad. Circulo por la misma carretera diez veces al día y me aburre ver siempre las misma rectas, los mismos baches y las mismas curvas. Quiero ir al cine y solo hay una peli y solo el viernes: lo tomas o lo dejas. Sin pretenderlo, conozco el modelo de coche y la matrícula de amigos y enemigos.

A veces, Formentera se me antoja pequeña, limitadora, asfixiante, repetitiva.

Entonces me cruzo con algún turista, de esos que van despacito en bicicleta, y veo su sonrisa. Esa sonrisa bobalicona que yo tenía cuando llegué por primera vez a la isla y todo era nuevo y posible. Esa sonrisa verdadera que te nace en la barriga con solo ver una nube blanca y gordinflona, de las que parecen de algodón, flotando majestuosa en un cielo azul brillante. Y les veo pararse cada poco para hacer fotos aparentemente absurdas: a una oveja, a una higuera, a una flor o a un muro de piedra, todo les vale. Luego siguen con su camino sudando y sonriendo, sonriendo y sudando. Seguramente fantaseando con dejar sus ciudades, sus prisas y sus trabajos para venir a vivir lentamente.

Quiero recuperar esa sonrisa, esos ojos que lo ven todo extraño, amable, deseable. Quiero sorprenderme otra vez con lo que, por pura repetición, ha perdido su capacidad seductora y se ha convertido en insignificante para mi entender.

Quiero salir de mí y mirarme desde fuera, para volver a ser una recién llegada a la isla y ver la libertad en el mar, sentirme importante cuando me saludan en el supermercado, circular con tranquilidad por una carretera que me sé de memoria, esperar con ilusión a que llegue el viernes para ir al cine, reconocer el coche de una amiga aparcado y alegrarme porque anda cerca.

A veces, cuando consigo sacudirme la inercia, el egocentrismo y la mediocridad, me gusta vivir en Formentera. n

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