Opinión

La tiranía de comer en táper

Un mediodía cualquiera en una oficina de una ciudad española cualquiera, la procesión de tápers esperando para ser recalentados en el microondas del comedor común es una constante. Esos recipientes minúsculos contienen nuestro menú diario de lunes a viernes. Rellenamos nuestra botella de agua del dispensador -que por cortesía ha instalado nuestra empresa- y comemos diligentemente sin salir ni siquiera a la calle. Para acabar, sacamos un café de la máquina expendedora o una de esas bolsitas de infusión que almacenamos en nuestro cajón.

Hemos comido rápido, sano y barato.

La tiranía del táper está tan instalada en nuestro subconsciente que hace que nos creamos el engaño.

Asociamos comer sano a repetir un día tras otro el brócoli hervido o las cuatro hojas de lechugas con cosas, que suelen ser un clásico en las fiambreras semanales. Sanas son las lentejas del bar de confianza, el problema es que no podemos pagar los 14 euros diarios que cuesta el menú. Son 70 euros a la semana. 280 euros al mes.

Elegimos comer de táper y hacer frente a los recibos y una vez cubiertos los recibos, hacer la compra mensual y ahí, justamente ahí, es donde vuelve a torcerse el plan y la economía. Cestas de la compra cada vez más vacías y más caras, productos cada vez menos frescos y un ahorro cada vez más pírrico.

Todo vuelve a repercutir en el dichoso táper: cada vez más pequeño, cada vez menos apetecible.

Nuestros equilibrios microfinancieros valen la pena si a cambio mantenemos nuestra etiqueta de clase media y su baremo principal: el viaje en vacaciones.

Si la pandemia nos enseñó a valorar la libertad de salir donde, cuando nos apetezca y con quien nos apetezca, la inflación pospandemia, la inestabilidad económica y la reducción de ingresos derivados del covid nos ha obligado a circunscribir esa libertad a un viaje de una semana o diez días en verano.

Días en los que gastamos lo que no hemos gastado en todo el año.

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