Opinión | Tribuna
Las mujeres y el Papa
Las reflexiones del Santo Padre sobre las mujeres vienen de lejos. No puede decirse que sean una novedad. Hace siete años, por ejemplo, en una homilía, opinaba (pontificaba, para ser más precisos) que «el hombre y la mujer no son iguales, no son superiores el uno a la otra». Hasta ahí bien, un discurso ajustado a los tiempos, faltaría más. Lo que le pierde es lo que viene después. «Pero el hombre no aporta armonía; la mujer, sí. Es la mujer quien trae la armonía que nos enseña a acariciar, a amar con ternura, a hacer del mundo algo bello». Es lo que ha repetido en su intervención en la Universidad Católica de Lovaina (la KU Leuven). La mujer, ha dicho, “es acogida fértil, cuidado, dedicación vital» y ha alabado los ejemplos de la vida cotidiana, «en la esponsalidad, la maternidad y la virginidad». Y se ha deshecho en elogios de la «dignidad de la mujer», porque «la Iglesia es mujer, es la esposa de Jesús». Y ha rematado la jugada paternalista con la consideración de la fuerza de lo que es ser femenino, «porque las mujeres son más importantes que los hombres».
El Papa Francisco siempre se ha interesado por los «temas relacionados con el mundo femenino» y ha asegurado hace pocos meses, en uno de los actos conmemorativos del 8 de marzo, en la plaza de San Pedro, que las mujeres tienen «la capacidad de captar la realidad con una mirada creativa y un corazón tierno». Esto –la creatividad y, como siempre, la ternura– «es un privilegio exclusivo de las mujeres».
Es decir, el corpus ideológico del Vaticano sobre la mujer, el más reciente, no ha variado mucho con los años. Ni tampoco los tópicos machistas, como entender que el feminismo equivale a una «masculinización» de las mujeres («Es malo cuando la mujer quiere ser el hombre»). De ser así, en su mentalidad antediluviana, bondadosa y condescendiente, no cabrían ni la armonía planetaria ni, por supuesto, la ternura. Los chismes, eso sí, «son cosas de mujeres, porque somos los hombres los que llevamos pantalones».
Era previsible, pues, que una Universidad como la de Lovaina (católica, no hay que olvidarlo, pero con un tipo de catolicismo bien distinto al de la jerarquía) hablara en un comunicado de «la posición reduccionista, determinista y conservadora» del Papa en relación con las mujeres. Él no lo ve así, por supuesto, y, además, se contempla a sí mismo como progresista, simplemente porque habla de ellas, aunque sea con displicencia, como de unos seres que abogan por un mundo mejor. El discurso pontificio es retrógrado al menos por dos motivos. El primero, por la generalización casi trovadoresca del género entendido como un universal que otorga determinadas virtudes intrínsecas. El segundo, porque elevando la consideración de la mujer a protagonista de grandes empresas espirituales (blancas, puras), de hecho la degrada en el día a día mezquino de un mundo convulso. Piensa en la mujer como una entelequia sagrada (ternura y armonía platónicas), alejada de la lucha, del combate estricto, de la reivindicación social, del mundo de los hechos reales.
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