Opinión | Tribuna
Ser feliz
La última encuesta del CIS afirma con contundencia que el ochenta por ciento de la sociedad española asegura que es feliz
La felicidad es un latido, un soplo, un delirio, un relámpago que deslumbra un instante y luego ya viene el trueno, el ruido, el fárrago, la sombra. La felicidad es breve y efímera porque sería quizás insoportable vivir constantemente en ese estado supremo de euforia. Y aunque en realidad ser feliz debería ser sencillo, estar a nuestro alcance, como hacer una determinada dieta o aprender las reglas de un juego, siempre he creído que la felicidad es sencillamente una crueldad ideada con el único propósito de hacernos saber que somos infelices. Ser feliz es imposible porque es un absoluto y los absolutos solo se rozan, leve y extraordinariamente, si tenemos un poco de suerte.
Sin embargo, ser feliz es el anhelo supremo de los seres humanos, y por lo visto ahora, precisamente ahora, en estos tiempos que tanto abruman, mis paisanos por fin son felices.
Lo dicen las encuestas, que siempre están diciendo cosas, a veces una y la contraria al mismo tiempo. Pero esta última del CIS, recientemente dada a conocer, afirma con contundencia que el ochenta por ciento de la sociedad española asegura que es feliz.
Leyendo con cierta incredulidad la encuesta me he acordado de Abderramán III, a quien llamaron al-Nâṣir li-dîn Allah (aquel que hace triunfar la religión de Dios), primer califa omeya de Córdoba, en su día y en su hora el hombre más poderoso de la tierra conocida. De él, que vivió setenta años y reinó cincuenta, se cuenta que al final de sus días hizo inventario y había tenido solo catorce días felices. Aquel monarca español (tan español, al menos, como Sisebuto, Recaredo o cualquiera otro de los ya no famosos Reyes Godos), pelirrojo y con los ojos azules, fue poderoso e infeliz, poderosamente infeliz. Por eso Manuel Alcántara le dedicó un soneto que comienza diciendo «también en el dolor fui más», y concluye «recordad siempre al más feliz monarca: Abderramán III el desdichado». Seguramente aquel rey tenía, como dijo Manuel Machado de sí mismo, «el alma de nardo del árabe español», un cierto sentido de la fatalidad y de la melancolía, signos supremos de inteligencia. El otro Machado, Antonio, que también tuvo siempre el corazón triste de «los que todo lo ganaron y todo lo perdieron», dejó sentenciado que la receta de la felicidad es una salud de hierro y una cabeza vacía.
Acaso en la incapacidad de definir el concepto está en la clave de todo. Nadie puede, con certeza, definir qué es ser feliz. A mí me da la sensación, tras ver los resultados de la encuesta, que hemos confundido ser feliz con estar conforme. Ya dijo mi adorado Juan Carlos Onetti que la única sabiduría posible era resignarse a tiempo.
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