Opinión | Tribuna

El fentanilo turístico

Cuando un articulista encuentra una metáfora rompedora se pone contento. El otro día definí el alquiler turístico como el fentanilo urbano. Pido perdón por insistir.

Sigamos con las manifestaciones, pasacalles, meriendas campestres, quedadas en las calas y hasta con los juegos florales. Estamos hartos. Nos jugamos mucho.

Ibiza y Mallorca llegaron al borde del colapso con la irrupción del turismo de alquiler, una oferta que debería estar prohibida.

Tendría que haber unos mecanismos, no sé si estatales, autonómicos o comunitarios, para proteger espacios limitados como son unas islas muy pequeñas, superpobladas y sometidas al estrés permanente de millones de visitantes. Este estatus especial permitiría a los afectados poner coto o prohibir negocios, infraestructuras o modas que pongan en peligro su supervivencia.

Los territorios amenazados dispondrían así de un comodín para salvarse, sin que, como es habitual, el dios Mercado y las leyes y directrices estatales y comunitarias impusieran la tiranía de la libertad individual, el libre comercio y los derechos de la propiedad.

Balears podría decir basta a modelos económicos asfixiantes y suicidas. Se acabaría así el «pan para hoy y hambre para mañana». Tendríamos la posibilidad de readaptar la oferta y modular nuestra velocidad de marcha, siempre que el turismo no se quebrase.

Otro obstáculo importante a esta utopía nace del principal mandamiento del capitalismo: la economía ha de crecer siempre, porque si no entramos en recesiones, crisis y coyunturas nefastas.

«Todos queremos más y más y más, y mucho más», dice la canción popular. Ese afán de producir, consumir y poseer bienes y servicios no puede ser infinito. Lo sabemos, pero no queremos abandonar nuestra religión.

El cambio climático es uno de los efectos más dañinos de ese credo. Llevamos décadas usando energías muy contaminantes que han trastocado el clima provocando polución, sequías y tormentas esporádicas y devastadoras. Nos da igual, incluso algunos niegan la realidad.

Hace unos días este diario publicó que casi 95.000 baleares declaran cerca de 1.400 millones de euros al año como ingresos de alquiler. La información no especificaba qué proporción de esos arrendadores ofrecen sus pisos y casas a turistas por cortas estancias. Dado el buen negocio que supone la actividad seguro que son muchos los que prefieren clientes por días a inquilinos por años. Es un caladero de votos.

La presidenta del Govern, Marga Prohens, en una reciente entrevista a Mateu Ferrer, se postuló a favor del alquiler turístico regulado. «Ha permitido pagar muchas carreras universitarias por ejemplo», zanjó hábil.

Lo cierto es que estos ingresos extra y fáciles mejoran la situación de propietarios de clase media o alta. Incluso algunos afortunados han dejado de trabajar para atender a los clientes, una ocupación más cómoda. Y sin jefes. El PP no prohibirá este cáncer. El Govern del Pacte trató de encauzarlo: fracasó.

Es evidente que con estas plazas particulares el turismo en Mallorca se ha disparado. Una industria limitada a zonas costeras, unos pocos hoteles de ciudad y unas decenas de agroturismos se ha extendido a todos los ámbitos rurales y urbanos. Ya no hay forma de no cruzarse con los visitantes.

Fentanilo es muerte y desolación. Alquiler turístico es emergencia habitacional, agobios e incomodidades para los residentes. En la balanza entre los derechos individuales de los propietarios y el bien común debería pesar, sin duda, este último.

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