Diario de Ibiza

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Andrés Ferrer Taberner

A pie de isla

Andrés Ferrer Taberner

Historiador, poeta y escritor, es autor del libro de viajes 'De árboles, nubes y sueños. El caminar de un peregrino a Santiago', del poemario 'La mirada. Imágenes y versos'. Asimismo es coautor de una adaptación de 'La Odisea'.

¡100!

«Sobre el escenario de mi columna, la isla ha sido representada bajo diferentes formas, texturas, poses, fragancias y actitudes»

Mi artículo de hoy hace el número 100 de los que vengo publicando en esta sección de Diario de Ibiza. De haber cumplido yo un siglo de vida en la presente fecha no estaría ni la mitad de sorprendido (100 artículos y parece que fue ayer). Así que celebraré mi particular efeméride periodística con una suculenta tarta decorada enterita con letras Times New Roman −a dos columnas− de chocolate que reproduzcan este mismo artículo que se lleva el 100 por trofeo, sobre el que el ratón (del ordenador desde donde escribo, claro) y un servidor soplaremos y soplaremos hasta apagar la última de las 100 velitas.

Alcanzar tan rotundo y cabalístico guarismo es algo que refuerza mi temple de corredor de fondo, a más de alguna de las neuras requeridas para escribir con cierto toque de delirio, que es como la escritura se vuelve lúcida.

Por sí sola, la cifra 100 es toda una dinamo generadora de energía, de vida, pues invita a su hacedor a romper barreras, a seguir ‘haCIENdo’, a crecer. En mi caso, a proseguir tenaz en la redacción de mis artículos en este periódico que tiene la bondad de acogerme, siempre que a los lectores no se les agote la paciencia de leerlos mientras saborean el primer café mañanero. (La extensión de los artículos periodísticos habría que medirlos en cafés).

Inicié mi columna en este periódico hace cuatro años comprometiéndome con su directora a que en dicho espacio siempre debería escribir sobre temas relacionados con la isla. Al tratarse de Ibiza −nada menos−, ‘siempre’ no ha supuesto para mí una mazmorra de paredes semánticas, sino todo lo contrario, un ventanal enorme abierto a todos los firmamentos del mar y a los muchos microcosmos de una mera hoja de higuera extendida como la palma de la mano payesa que la cultiva.

«Ibiza lo primero», fueron las palabras de la directora, sí. ¿Cabe condición más liberadora y placentera? No puedo estarle más agradecido desde aquel día. Tanto como con un profesor que tuve de Lengua en el colegio. Si tocaba redacción, el tema que sugería siempre era de mi agrado. Y pásmense ustedes −y detengan los sorbos de café un instante−, un día nos dijo que describiéramos en 30 líneas la isla de nuestros sueños. Esa mañana, sobre la cuartilla, vislumbré los contornos de Ibiza por primera vez, aun sin saber su nombre entonces.

Por mi parte creo haber cumplido con mi misión en la mayoría de estos 100 artículos. En ellos, la Ibiza que más amo ha entrado en escena a través de muchos de los personajes, criaturas y decorados naturales o humanos que la pueblan de costa a costa y de siglo a siglo. No me ha temblado el pulso si he creído necesario otorgar voz a las piedras y silencio a las personas.

Sobre el escenario de mi columna y con el atrezo de mi vocabulario, la isla ha sido representada bajo diferentes formas, texturas, poses, fragancias y actitudes: con tentáculos de pulpo y sus coreografías marcianas, oliendo a resina en la costa y a salitre en la montaña, con monólogos de gaviota −que también nos hablan de la levedad del ser−, con premura de lagartija, vestida de higuera, con coraza de lapa, aguijoneando turistas intrusos con ira de chumbera, empedrada de arquitecturas blancas y de lunas, con rumbo de kayak, a pasitos de erizo de tierra, de pie y desnuda de faldones payeses en la cumbre de una torre de vigía, fondeada por siempre en una cala, con vocación de ser la auténtica Ítaca para los que partieron, presa de su señor el sol, tronando esquizofrénica de tormenta veraniega, azulada hasta los tuétanos, huérfana de tejas, camuflada de pinos, enterrada viva −y feliz− entre las raíces de un viejo olivo, con acento payés hasta en su sonrisa, dejándose acariciar en la piel de una vasija púnica, con todas la hablas de la torre de Babel en su boca, asomada a un acantilado a la espera del nuevo día que arriba a vela y viajera siempre de sí misma.

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