En este epicentro mediterráneo que es Ibiza, agosto da muestras de decaimiento numérico en el calendario pero no en el cielo. Los rayos solares parecen ir a más, auténticas lanzas térmicas empeñadas en convertir nuestros cráneos en chocolatina fundida.
Debemos, pues, protegernos a toda costa. Lo mismo que hay que ponerse al sol en latitudes donde el frío congela el torrente sanguíneo, debe uno procurarse sombra allí donde el tirano astro, que no astro rey, se esfuerza en elevarlo al punto de ebullición para que nos cozamos vivos en nuestra propia sangre. O sea, como cuando caminamos como zombis a mediodía desde el paseo de Joan Carles I hasta la Marina, toda una mayúscula solana, un magma de horror, por citar un ejemplo cualquiera de Ibiza capital, tan falta de árboles, fuentes y microaspersores para refrigeración; un horno esta ciudad, de temperatura similar al de cerámica que debió cocer el busto de arcilla de la diosa Tanit conservada en nuestro museo de Puig des Molins. Como ella acabaremos todos, horneados.
¿Qué sucede si al aire libre no hay sombra suficiente, como es nuestro caso? Pues que se fabrica, con toda naturalidad, sin complejos. Este miércoles pasado vi a una turista por el paseo de Vara de Rey intentar ponerse a salvo del sol abriendo un enorme paraguas sobre su cabeza. Ya no es raro ver visitantes de esa guisa. Diluvia sol a mares todos los días, y sin que se vaya por las alcantarillas, lo peor. Las payesas de antes en el campo con sus amplios sombreros de palma y bien tapaditas, ellas sí que sabían agenciarse sombra, a más del mejor marido.
Lo mismo que hace fuego para calentarse, el ser humano también fabrica sombra con la que sentirse a salvo del calor. Sí, en busca del fuego −como el título de la película aquella−, pero también en busca de sombra. Entre esas dos antagónicas narraciones térmicas ha discurrido nuestra especie, eterna insatisfecha de los climas que le toca en suerte desde lo del inoportuno bocado a la manzana prohibidísima.
Muy por delante del Vellocino de Oro, del Santo Grial, del ansiado gran orgasmo conjunto de cualquier relación sexual que se precie, así como del resto de quimeras o riquezas habidas y por haber, muy por delante de todas, digo, está el hallar el sosiego térmico, empresa harto difícil siendo como somos de termostato interno debilucho. Y con este maldito sol ‘pitiusino’ (cómo me gusta faltarle al respeto) que se nos abalanza encima cada mañana como un cometa bíblico loco, más difícil todavía. Reconozco que morir de frío tampoco es como para dar saltos de alegría, pero recordemos que nuestra religión, lista como ella sola, materializa en llamas y no en bloques de hielo los horrores del infierno.
Los beduinos, los tuaregs y otros esforzados de la aclimatación en los inhóspitos desiertos hicieron de la escasez de sombra donde cobijarse su virtud y su filigrana; de ahí que con una maraña de simples telas con las que cubrir enteramente sus cuerpos le plantaron cara a su implacable verdugo, el sol del desierto, el perseguidor de hombres sobre la faz de las dunas.
A falta de esos burladeros naturales del sol que son los árboles, donde guarecerse, todos aquellos pueblos se pusieron a tejer sombra a la escala de sus necesidades, confiándole sus propias vidas, desde el turbante hasta el máximo exponente textil de su cultura, su refugio definitivo, su obra cumbre: la jaima, la catedral de hilo del desierto; catedral sin más vidrieras que la de los ojos de sus moradores.
Así es, tela a secas versus sol, pura audacia en un combate desigual, como el de David contra Goliat. Solo que aquí la pedrada no va al ojo sino al bulto entero a fin de taparle al sol su endiablado disco, interponiendo entre él y nosotros un objeto cualquiera con el suficiente cuajo para aguantar el tirón: un paraguas, un sombrero, un toldo, una sombrilla playera… lo que sea con tal de que nos procure al menos un sombrajo. Es decir, hay que provocarle al sol continuos eclipses en miniatura, jugar a astrónomo. Una sola tela, y cuanto más gruesa mejor, bastará para doblegar al gigante.
Esto lo practicaban a conciencia los ibicencos en el pasado. Cuenta el archiduque Luis Salvador de Austria en su maravilloso libro ‘Las antiguas Pitiusas’, publicado en 1869, que a mediodía los vecinos de la Marina colgaban por encima de las barandillas de los balcones unas largas cortinas, permitiéndose así la entrada de la fresca brisa del mar en la vivienda, a la vez que se protegía a esta de los molestos rayos solares. Y no solo eso, añade asimismo este autor: «También suelen tenderse en la Marina, de un lado a otro de la calle, grandes toldos de color marrón oscuro para dar sombra a las tiendas y a los portales de las casas».
Pues bien, cómo se echan ahora de menos dichos toldos. Aunque teniendo el mar tan cerca, siempre puede uno, enloquecido por el sol, echarse de repente al agua, incluso vestido. Al fin y al cabo, bañarse es la forma líquida de ponerse también a la sombra.