Caminaba de noche con Gabriela rumbo al lugar perfecto para tomarnos la última sobre las aceras pegajosas de orines cuando me lancé a una montaña de cosas abandonadas entre dos contenedores. Exclamé:
—¡Un maletín de ejecutivo! ¡Seguro que está lleno de fajos de billetes, como en las películas!
Y para cuando estaba con mis tacones en cuclillas sobre el viejo maletín de polipiel rígido de color marrón a punto de agarrarlo, la voz de mi conciencia —sirviéndose de la garganta de Gabriela—, me gritó:
—¡No! ¡Pará! Desde mi Diógenes te lo digo: todo lo que te vas a llevar de ese maletín es una infección.
Y continuamos rumbo al bar dispuestas a pedirnos los dos cócteles más complicados de la carta, y ya con ellos en la mano, seguimos comentando los detalles de mixtión y goma laca que me faltan para ponerme con mi proyecto de un jarrón y ella aún dándole vueltas a cómo sostener el suyo en el vacío. Participamos a final de año en una exposición colectiva basada en una bonita iniciativa: intervenir una pieza de menaje para transformarla en una obra artística. Perdonen que esté tan pesada con los extranjerismos, pero de nuevo sospecho que en español aún vamos un paso por detrás y nos falta una palabra. En castellano hablamos de las tres necesarias erres: ‘reducir, reutilizar y reciclar’; en inglés ‘reduce, reuse, recycle’, pero a este último se le añade un upcycle. Como el famoso upgrade para ‘elevar la categoría’ de nuestra reserva que nos toca saltar varias veces en la compra de un billete de avión, upcycling va más allá de procesar los materiales que conforman un objeto para aprovecharlo para otros objetos nuevos, en transformar de manera creativa un objeto ya existente con poca esperanza de vida, dándole una nueva y en la medida de lo posible, más valor. Reducir, reutilizar, reciclar y metamorfosis. Deberíamos llamarlo así.
Hay algo hipnótico, adictivo, al quedarte mirando un desperdicio y verle múltiples posibilidades. Donde otros ven solo chatarra. Lo sé bien porque crecí espiando a un padre probablemente autista, incapaz de comunicarse con gestos o palabras, pero su garganta era aquel taller a media luz y su idioma eran los golpes de martillo y los brochazos de pintura. Nunca a nadie antes que a él vi construir suelos de mosaico con azulejos rotos, jardineras de botellas o una ensaladera con la puerta de cristal de una lavadora. Aunque no me dejaba acercarme y si me descubría me expulsaba de un rugido, que me fuera, coño ya, siempre molestando, de algún modo sí hablaba con él cuando antes de que se llevaran la vieja lavadora de casa desarmé la puerta para lucir con orgullo sobre la encimera la nueva ensaladera repleta de manzanas. La necesidad es la madre del ingenio y en su caso sé que fue literal, huérfano y enfermo en esa no tan lejana época en que España pasó hambre. Pero tampoco eso me lo contó con palabras —que él no hablaba—, sino en esa manera de aprovechar absolutamente todo, todo, todo.
Cuando mucho después viví en la India más profunda las posibilidades de quedarme hipnotizada se multiplicaron por otras nuevas. Hasta con las boñigas de animales que recubrían las paredes y el techo de las chabolas de las aldeas. Se amasaban con las manos para darles la forma aproximada de una teja. Y unas sobre otras, aislaban del frío y la humedad y cuando ya bien secas se iban sustituyendo por otras nuevas, las viejas todavía se utilizaban como combustible para encender el fuego donde cocinar. ¡Cuántas lecciones juntas! En la maravillosa vida circular de la mierda. Quizá el upcycle por excelencia. Ojalá lo hubiera visto mi padre, pero mi padre vivió siempre, literalmente, en un pequeño taller.
Tras varios años en este diminuto apartamento que alquilé para que estudiara mi hijo, se me ha hecho insoportable ver cómo me mira esa puerta de ciento veinte años. Con toda la tristeza de la que es capaz una puerta. Desencajada, desconchada y con la madera agrietada. Mientras algunos vecinos han zanjado el asunto reemplazando puertas y ventanas centenarias por otras de aluminio que le quedan al edificio como a un Cristo dos pistolas, he decidido que lo que le debo es decapar y pintar. Como en los anillos de un árbol, se lee en las muchas capas de pintura la historia de este edificio y aunque no había nacido, de algún modo estoy ahora con todos los que lo habitaron. Ojalá quien venga después no sea otro gilipollas ciego y sordo, sino la resistencia.
Y aunque Gabriela y yo hablamos mucho: de política, de lugares y, créanme, hasta de hombres, creo que de lo que más hablamos, sobre todo de lo que hablamos, es de este raro idioma de jarrones que serán esculturas o puertas que seguirán siendo puertas. De metamorfosis. ¡Sí, deberíamos llamarlo así! Sería lo justo llamarlo así. No ya por el objeto en sí que te puede quedar mejor o peor, sino porque en el intento de darle una vida nueva, aunque sea un poco… también tu vida, tu historia, se transforman. ¡Somos crisálidas de tantas cosas…!
@otropostdata