Una ibicenca fuera de Ibiza

Resucitar la inteligencia

Miguel de Unamuno, escritor, filósofo y rector de la Universidad de Salamanca se retractaba públicamente de su apoyo inicial a los golpistas para convertirse en símbolo de la civilización contra la barbarie: «Callar, a veces, significa asentir, porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia. Había dicho que no quería hablar, porque me conozco, pero se me ha tirado de la lengua y debo hacerlo. Se ha hablado de una guerra internacional en defensa de la civilización cristiana. Yo mismo lo he hecho otras veces. Pero esta, la nuestra, es solo una guerra incivil. Nací arrullado por una guerra civil y sé lo que digo. Vencer no es convencer, y hay que convencer sobre todo. Pero no puede convencer el odio que no deja lugar a la compasión, ese odio a la inteligencia, que es crítica y diferenciadora, inquisitiva (mas no de inquisición). Se ha hablado de catalanes y vascos, llamándoles la antiespaña. Pues bien, por la misma razón ellos pueden decir otro tanto. Y aquí está el señor obispo Plá y Deniel, catalán, para enseñaros la doctrina cristiana que no queréis conocer. Y yo, que soy vasco, llevo toda mi vida enseñándoos la lengua española que no sabéis. Ese sí es mi imperio: el de la lengua española y no...»

Irrumpieron en el discurso en aquel momento los gritos de José Millán-Astray, general del bando golpista: «¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!». Seis palabras que resultaban aún más chocantes por el escenario: la Universidad de Salamanca.

Franco firmó el decreto de destitución de Unamuno que dos meses después moriría en arresto domiciliario. El plan implacable de matar la inteligencia se ejecutaba. Ya habíamos perdido a García Lorca en las cunetas que la persecución franquista llenó de intelectuales, maestros, escritores y los propios libros. Se promulgó la creación de «comisiones depuradoras de las bibliotecas públicas y privadas y universidades» encargadas de la incautación y destrucción de todo material «extranjerizante, inmoral o subversivo». El franquismo castigó especialmente a Madrid por su lealtad manifiesta con la democracia ensañándose con la ciudad universitaria, la Biblioteca Nacional y el Museo del Prado. Si conservamos sus obras es gracias a quienes arriesgaron la vida en una odisea por salvarlas. El presidente electo, Manuel Azaña, decretaba: «El Prado es más importante que la República y la Monarquía porque en el futuro podrá haber más repúblicas y monarquías en España, pero estas obras son insustituibles».

La dictadura presumió sin pudor de su desprecio a la inteligencia. Hasta que quedó muerta, asesinada, sin que pudiera aprovecharse de ella ni una sola neurona. Y de ese exterminio… venimos. Somos los hijos y nietos de las hogueras donde ardían libros.

Se nos transparentan los huesos y las carencias en cuanto asoma la temporada de debates. Las caretas no resisten cuando terminan las notas escritas por otros. Sin pinganillo el candidato está desnudo. Pero la política es el arte de alcanzar acuerdos y para eso es imprescindible hablar. ¡Hablar!

El fracaso imprevisto del PSOE en los pasados comicios ha llevado a Pedro Sánchez a proponer hasta seis debates —uno por semana— con el líder de la oposición y principal contrincante: Núñez Feijóo. Pero la propuesta ha tenido mala acogida por parte de las candidaturas no invitadas a la fiesta, que protestan de que su exclusión delata el apego que algunos tienen al bipartidismo —que hace ya mucho tiempo que no dibuja la pluralidad real de España— y por el principal aludido, Feijóo, cuyo equipo de campaña prefiere no exponer al aspirante preocupado de que salga mal parado —esto es: si habla— y aceptan resignados acudir a uno, solo uno, calificando la propuesta de «extravagancia». Prefieren de largo mantener el tour de flatus vocis (palabra vana, sin contenido) —para más pistas comparte raíz con flatulencia— que tantos éxitos ha reportado en el pasado con su «Comunismo o libertad» y ahora apuestan al «Sánchez o España».

Me gusta cuando callas porque estás como ausente. Una paradoja. Aspirantes a presidir España, patria de la segunda lengua materna más hablada del mundo; la tercera en el cómputo global de hablantes y pocas cosas tan españolas y muy españolas como el miedo a hablar en público —hasta la luna y volver si lo llevamos al inglés—, como quizá aquello de escalar en posiciones de poder por motivos totalmente ajenos a los méritos y el talento y que total a quién le importan si hay ciudadanos dispuestos a votar que nos gobierne una marioneta con un calcetín. Son las ascuas de los libros que no pudimos leer humeando todavía a ambos lados: la tramposa comodidad del votante de no tener que discurrir sobre la viabilidad o veracidad de todo lo que se plantea asumiéndolo como cierto.

¡Como si los debates fueran el derecho de algún político en lugar del de los votantes!

Murió la inteligencia, asesinada. Y solo el día en que los que alcancen el poder venzan convenciendo… sabremos que ha resucitado.

@otropostdata

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