La miseria de nuestros abuelos está aquí

Muchos recordamos las historias de miseria de nuestros abuelos. Relatos que hablaban de hambre, de pobreza. De migración, en algunos casos. Anécdotas contadas desde la dulzura, adaptadas a los tiernos oídos de sus nietos, en las que rememoraban que el pan no les llegaba, que sólo comían patatas, que hacían una fiesta cuando en casa, en fechas señaladas, entraban unos gramos de azúcar o un par de cortes de carne. Memorias de kilómetros y kilómetros andados para ahorrarse un billete de tren, de noches al raso porque no había para pagar ni una habitación compartida en la pensión más pobre del camino, de la vergüenza que sentían al arrancar un par de cebollas de un campo que no era suyo, de armarios vacíos, de zurcir calcetines, de limpiar en casa de otros de sol a sol para llevar a casa ya no unas monedas sino un par de coles y un trozo de manteca salada. Descripciones de un hogar sin agua, sin luz, sin cortinas, sin más muebles que un arcón para guardar las escasas pertenencias y un par de colchones hechos con pasto. Criados como príncipes, en la abundancia y con la promesa de un futuro de reyes, escuchábamos aquellas historias entre la incredulidad y la tristeza. Muchos miramos ahora a nuestro alrededor. Recordamos aquellos relatos. Y pensamos que la vieja pobreza de nuestros abuelos no está tan lejos de nuestra miseria.

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