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Daniel Capó

El odio que todo lo destruye

Si el bueno de Chesterton sostuvo que el odio une a las sociedades más que el amor, quizás también quepa afirmar que el rencor define nuestro carácter tanto o más que nuestros anhelos. Dime qué o a quién odias y te diré cómo eres y cómo piensas. Mientras que el amor es plural –y a veces, incluso, contradictorio–, el odio tiene rasgos ciclópeos: contempla la realidad con un solo ojo y desde una única forma de mirar. Resulta casi divertido observar la actuación de los haters, tan empeñados en caricaturizar sus obsesiones, en deshumanizar a sus contrincantes reduciéndolos a tres o cuatro eslóganes: los únicos que encajan con su visión distorsionada de la realidad. Sería divertido, digo, si no fuera porque el odio –una pasión paradójicamente moral– es el gran destructor de la humanidad, más aún que el paso del tiempo. Aquello que el amor construye imperfectamente, lo destruye el odio a la perfección. Esto rige también para la justicia universal: no son los crucificadores los que han redimido al hombre ni los que lo van a redimir.

La genealogía del odio es

muy antigua. Se diría que Caín, el primer asesino, fue también el primer hombre que lo conoció en una magnitud tal que no supo controlar. La muerte de su hermano Abel inauguró el horror y la violencia en la Historia, que posteriormente cantarían los griegos y los pueblos semíticos. Los grandes genocidios, aquellos que buscan hacer desaparecer de la faz de la Tierra (¡y de nuestra memoria!) a una raza o a una minoría, son alimentados por un odio que a su vez brota de una deshumanización previa del adversario, al que se ha convertido en enemigo. Es difícil odiar a un hombre con rostro; resulta, en cambio, mucho más fácil despreciar a alguien a quien has reducido a una idea –humillante, por supuesto–. John Lukacs nos recuerda que Hitler reivindicaba el odio como la pasión fundante del nazismo y, detrás del comunismo soviético –con sus millones de muertos–, no se encontraba sino una furia similar. Descubrir la letra menuda de lo que sucedió en aquellos años produce escalofríos.

El odio mantiene una relación con el poder distinta a la de la bondad. Mientras esta es generosa y acepta a quienes piensan diferente, el odio sólo sabe reconocerse a sí mismo. El reconocimiento –entre padres e hijos, por ejemplo– es otro de los grandes temas de la literatura clásica y, a su vez, el fundamento mismo de la democracia liberal, que abraza a las minorías y las defiende, no a costa de los demás ni enfrentándose con ellos, sino respetando su dignidad. Los populistas de nuevo cuño, sin embargo, reivindican hoy una falsa democracia en la que aspiran a erigirse en mayoría para silenciar a todos aquellos a los que no reconocen, ni toleran, ni soportan. Mientras a unos los vertebra al amor a la pluralidad, a los otros los empuja un rechazo de la diferencia que revisten de moralismo y de justicia, a la vez que acusan sin cesar, creando un clima de división. Porque el odio sólo une dividiendo. Y enfrentándonos a unos contra otros.

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