Tres años

Pilar Galán

Pilar Galán

Hace tres años me despedí de mis alumnos para quince días. No os hagáis ilusiones, les dije bromeando, enseguida estamos de vuelta. Lo que pasó después ya lo sabemos todos: el horror, el miedo, las mascarillas, el gel hidroalcóholico, la lejía, la compra limpiada una y otra vez, los ataúdes amontonados en un polideportivo, el número de muertos que anunciaba un hombre con la voz cada vez más cansada, un hombre, Fernando Simón, al que no hemos vuelto a ver y que asociaremos siempre con las cifras de esta tragedia.

Solo hace tres años, y la enredadera del olvido ha empezado a trepar por los muros de lo que creímos una casa segura. No olvidaremos nunca, dijimos cuando estábamos atrapados entre las paredes de un hogar que se nos caía encima, asustados cada vez que teníamos que salir, a la caza y captura de mascarillas, por ejemplo, que llegaron a cotizarse casi como artículo de lujo. Hoy, las regalan al entrar en una farmacia, y apretamos el gesto al encontrarlas dobladas y arrugadas en los bolsillos del abrigo, restos de un otoño que queremos borrar a toda costa.

Aprendimos, eso sí, a realizar videollamadas, a impartir clases virtuales, a hornear pasteles caseros y bizcochos y a ponernos en forma delante de la pantalla del televisor.

Quizá ayudó que en la tragedia, como siempre, hubiera retazos de comedia, como la limpieza compulsiva, los perros agotados de tanto paseo y el arduo esfuerzo de calcular una ruta a un kilómetro de nuestra casa.

Quizá nos hundió también que a la tragedia se sumara el esperpento de las residencias, el sufrimiento de unos médicos sin equipación adecuada, y de tanta gente que trabajó sin medios, con vocación, abatidos por la desesperación de poder morir en cualquier momento y aun así, tener que salir a enfrentarse con lo cotidiano: personal de lavandería, de supermercados, de farmacias, de limpieza, transportistas asustados del simple hecho de parar a repostar para que un país no parase.

Solo tres años, tres, y ya hemos tejido la alfombra de la desmemoria. Lo peor no es que no hayamos aprendido nada, que no hayamos salido mejores, que no se haya actuado en las residencias, que volvamos a atacar a los sanitarios como si fueran el enemigo. Lo peor del olvido es este caminar sin rumbo, como niños que aún no saben andar y ya quieren correr, levantándose y tropezando, una y otra vez, como si así pudiéramos huir de una memoria que creemos esquivar y nos espera agazapada en cada golpe, en cada caída, para que aprendamos de una vez qué estrecho es el límite que nos separa de la abyección y la miseria.

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