Aquello de lo que no se habla

Mercè Marrero Fuster

Mercè Marrero Fuster

Me dio por pensar en algunos temas sobre los que no hablamos antes de que el Ministerio de Igualdad decidiese presentar su campaña de concienciación con motivo del 8M. #AhoraHablemos pone el foco en cuestiones como la masturbación en mujeres de 60 años, en los tabúes para mantener relaciones sexuales durante el periodo menstrual o en los complejos que sentimos las que no tenemos un cuerpo perfecto cuando queremos disfrutar de un escarceo con una primera cita. Celulitis, flacidez, obesidad y esas cosas tan comunes. No me identifico nada con esa campaña. Es más, creo que las mujeres llevamos media vida hablando de lo que nos cuesta aceptar nuestro físico o de cómo evoluciona nuestra sexualidad. Si nos quedamos en la anécdota, dejamos de profundizar en lo que, en mi humildísima opinión, es importante: la presión estética desde edades tempranas y en múltiples ámbitos, la falta de conocimiento para adaptarnos a la madurez con armonía o la necesidad de aprender a comunicarnos asertivamente.

Me dio por pensar en aquellas cosas de las que no hablamos mientras estaba embelesada viendo la obra Silencio (gracias, querida amiga Pili, por la invitación), interpretada por Blanca Portillo (aún se me pone la piel de gallina al pensar en ella) y dirigida por Juan Mayorga (su exquisitez intelectual y dialéctica me dejó congelada en la butaca). Estaba sentada en el Teatre Principal y recordé a un amigo fanático de los silencios. En su opinión, estar callado es más elocuente que muchas palabras y las miradas pesan más que los diálogos. Grandes historias del cine y la literatura se basan en emociones silenciadas. ‘Cinema Paradiso’ son los besos que no hemos dado y el olvido de las amistades que un día valieron la pena. En ‘Memorias de África’, una mirada de Meryl Streep basta para saber que se ha enamorado de Robert Redford.

Mientras disfrutaba de los gestos de Portillo, pensé en cómo silenciamos la desazón que nos deja el rechazo. Lo que sentimos al percibir que no somos aceptados en ciertos círculos o que nuestras ideas no valen la pena. Una madre de un chico con autismo, escolarizado en un centro sin preparación para atender a la diversidad, me explicó su enfado por lo mal atendido que estaba su hijo. Estaba indignada y, sobre todo, desolada. Porque percibir el rechazo hacia los que más queremos pesa mucho más.

Pasamos de puntillas por emociones como la decepción, el deseo, la gratitud o el miedo. Apenas reconocemos la ira. Un adolescente adoptado por una familia extraordinaria me contó que le costaba avanzar porque no superaba la incomprensión de sentirse abandonado por su madre biológica. Sentía una rabia que no sabía canalizar. Se habla poco del no sentirse querido. Los muros entre las parejas se construyen a base de demasiados silencios y hay historias de amor que pudieron ser y no serán porque, simplemente, nada se dijo.

La mayor lección de los silencios me la dio mi abuelo. Jamás respondió a mi pregunta sobre si se sintió estigmatizado por ser un judío converso en la Mallorca de principios de siglo pasado. La segunda mayor lección es que no hablar de las cosas no significa que no existan. Menos mal que siempre nos quedará el teatro, el cine o la literatura para airearlas y, quizás, también para curarlas.

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