Acoso y muerte

Juan Gaitán

Juan Gaitán

Alguna vez he traído aquí aquella vieja frase de Hemingway sobre el periodismo, del que decía que era «el mejor oficio del mundo con tal de dejarlo a tiempo». Yo empecé a comprender lo que quería decir el tío Ernesto un mediodía de hace casi treinta y cinco años. Andaba zascandileando por la comisaría de policía (entonces los periodistas teníamos más facilidad de movimientos) cuando escuché que en un barrio de viviendas sociales había sucedido algo con un crío. Salí a toda prisa y llegué rápido, conocía bien la zona. En un edificio alto, habitado por gente muy humilde, que vivía casi de lo que iba dando la marea del día (recogida de chatarra, venta ambulante…), un crío de doce años se había ahorcado usando el cinturón de su karategui. Era el día antes de la vuelta al cole, mediados de septiembre. No he conseguido olvidar aquella imagen, no la podré olvidar nunca.

Fue mi primer contacto directo y brutal con algo que todavía no se llamaba bullying. Yo sigo sin llamarlo así. Acoso me parece más correcto, es una palabra en español muy clara y su significado alerta más que el confuso término inglés que deriva de to bully, que traduciríamos por intimidar.

Sea como fuere, desde entonces hasta acá poco ha cambiado la cosa, quizás solo ha empeorado mucho. El colegio es un entorno hostil, ‘territorio de guerra’, para muchos críos que viven en él un verdadero infierno. No parece que hayamos logrado hacer mucho con esto. Es un terreno escabroso, claro, porque víctimas y agresores son menores, pero no podemos permitirnos que esto siga ocurriendo. Una sociedad en la que el número de suicidios e intentos de suicidios de menores se ha disparado en los últimos años debería hacernos reflexionar seriamente sobre qué estamos haciendo, cómo estamos educando a las nuevas generaciones y qué medios de protección hemos construido para protegerles.

Siempre he estado convencido de que si fuésemos capaces de educar nunca tendríamos que castigar, de modo que ante todo el esfuerzo debe ir dirigido hacia la educación. Pero hay una parte incontrolada que no podemos obviar. Los acosadores deben ser detectados y aislados de sus víctimas con los medios que sean necesarios. Es insostenible que unas crías, como ha ocurrido días atrás, no vean más salida que arrojarse desde un balcón.

La imagen de aquel chaval acompaña aún mis pesadillas y estoy seguro de que también las de la juez de guardia que ordenó el levantamiento del cadáver y las de los policías que, temblando, lo descolgaron. No puedo ni imaginar las de sus padres. Pero siempre me he preguntado si también, al menos de cuando en cuando, interrumpe el sueño de quienes le llevaron hasta ahí.

Suscríbete para seguir leyendo