Pequeños comercios. Grandes compromisos

Mercè Marrero Fuster

Mercè Marrero Fuster

Nos rasgamos las vestiduras porque cierran los negocios emblemáticos y de toda la vida. Una mercería, un horno o una papelería. Nos quejamos porque los centros de las ciudades se han convertido en grandes escaparates franquiciados. Da igual si estás en Praga, Barcelona o París. Hay calles que parecen calcomanías. Con sus mismos escaparates, sus grandes letras de neones o sus cubetas rebosantes de helados de colores chillones y cargados de colorantes. Nos entristecemos porque perdemos, año tras año, aquellos lugares que convertían nuestros barrios en lugares especiales y únicos. El colmado en donde comprábamos la harina a granel y la fruta de la temporada, la tienda en la que elegíamos ese hilo de color azulón y los botones de los abrigos, el bareto en el que hacían los bocatas de calamares con alioli o el kiosco en donde te guardaban tu prensa preferida. Está claro que quejarse, escribir artículos y opinar sirve de poco. Sin un cambio de actitud, la inercia continuará.

Tengo un agujero en el calcetín. Lo descubrí esta semana al quitarme las deportivas. Estoy a punto de tirarlo porque, si hago memoria, creo que los seis pares que compré hace unas semanas me costaron menos de diez euros. Es más práctico tirarlo que arreglarlo y costará más el zurcido que agenciarme unos nuevos. Nuestro día a día está repleto de pequeños y, aparentemente, intrascendentes dilemas. Sin embargo, las decisiones que tomamos tienen el poder de cambiar el rumbo de las cosas.

Tenemos poco tiempo y, para cuando encontramos un hueco para ir a hacer la compra, deseamos pasar el trance lo más rápido posible. Allí donde compramos las patatas, también queremos que nos vendan el detergente para la ropa, el pan y la carne. Da igual si todo está en bandejas de plástico, no importa si el kiwi viene de la otra punta del mundo y tampoco pasa nada si comemos barras de pan que se convierten en plástico a las dos horas. Volvemos a repetirnos que nuestro tiempo es escaso y que no podemos perderlo yendo de tienda en tienda. Nuestra comodidad es un valor. Y la verdad es que así es. He ahí la cuestión. Ser coherentes con nuestros principios requiere de esfuerzo y no siempre estamos dispuestos a invertir nuestra energía en ello.

Mi familia tiene una tienda de telas en un pueblo. Estas últimas semanas han ido muchas madres y abuelas con sus hijos y nietos. Juntos han imaginado cómo serían sus disfraces. El color de sus pantalones de pirata, la tela que podrían utilizar para parecer que son grandes praderas de posidonia o los tules que querrían llevar para convertirse en las brujas más malignas del colegio. Se han llevado metros de material que, o bien han confeccionado y cosido en su casa con los hilos y agujas que han comprado en la tienda que mi amiga Joana tiene en la calle Major, o han contratado a una costurera para que realizara los remiendos y acabados. Habría sido más cómodo y barato comprarlo todo en un bazar o en una tienda online, pero han decidido apostar por lo local. Gracias por ello.

Tengo el calcetín en la mano y, pese a ser una inepta con la costura, decido arreglarlo. Una decisión que no cambiará el mundo, pero que me hace sentir mejor.

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