Le fumoir

In mendacio veritas

Javier Puga Llopis

Javier Puga Llopis

He visto a Mario Vargas Llosa varias veces en mi vida, aunque él no lo sabe. Vivió, como yo, en Bolivia, París, Madrid y Barcelona, y ahí terminan nuestros parecidos, pese a que mi admiración por este inmenso escritor valiente nunca termina.

La primera fue paseando una mañana de Sant Jordi de un año cualquiera por el Paseo de Gracia. Me llamó la atención el porte aristocrático del que todavía no era aristócrata. La más emocionante, durante la despedida de Jorge Edwards como embajador de Chile en París, en 2014, a quien Vargas rindió homenaje con un sentido discurso en ese vibrato tan suyo, al que Edwards, ajustándose unos quevedos sobre unos ojos vivísimos, respondió con una anécdota a priori banal sobre un tío suyo, que sin embargo encerraba toda la poesía que sólo la prosa de la América hispana es capaz de exportar. La última fue en el Instituto de Francia, sede de la Academia Francesa, un templo laico del XVII a un puente del Fumoir, uno de liturgias masónicas y fundado por un príncipe de la Iglesia. Un edificio que es una maravillosa contradicción.

Bajo la cúpula del Quai de Conti fue investido don Mario, ataviado con el uniforme de rigor, bordado de hojas de olivo verde y oro y portando la espada que recibió días antes del “Secretario perpetuo” de la Academia –así se hace llamar-, una señora elegante y menuda, de rostro determinado y experta en la URSS. Hoy es también conocida por ser la madre de un famoso escritor. El ingreso en ‘l’Académie’ da derecho a la inmortalidad, por mucho que MVLL lo sea desde mucho antes de que los franceses se dieran cuenta de ello y editaran su obra completa envuelta en el armiño de La Pléiade. Carmen Balcells, como papisa que fue, decretó por sí y ante sí esa vita aeterna cuando acogió a un joven ‘Varguitas’ bajo su manto de púrpura literaria, a finales de unos años sesenta en que el circo itinerante del Boom plantó su carpa y su bohemia cool en aquella Barcelona que Jaime Gil de Biedma describió como “de color de paloma sucia”, y cuya mugre escondía un lustre cultural que ya nunca volvimos a ver.

Julio Ramón Ribeyro, escritor peruano, dijo: “No concibo mi vida más que como un encadenamiento de muertes sucesivas”. La de Vargas Llosa, por el contrario, es una vida que es rosario de otras muchas, a cual más fascinante. Fue comunista y hoy es liberal. Se casó con su tía y luego con su prima. Catalogó libros y lápidas. Fue locutor de radio. Quiso ser presidente contra un japonés al que llamaban ‘El Chino’. Es un plebeyo al que hicieron marqués. Rozó la apatridia y es hoy un hombre universal, un cosmopolita que se declara culpable de lo que fue execrable delito en tiempos de Stalin. Nació peruano, es español, y, desde el jueves, un “Inmortal” francés. La suya es una de esas biografías en que la genialidad se abre paso con dificultad frente a los elementos. Allí donde muchos mueren ahogados en la orilla, Vargas Llosa nadó hasta abrazar la suerte. Su vida le hace pensar a uno qué coño ha hecho con la suya, y al mismo tiempo le invita a no desfallecer en el intento, pues la vida no es sino intento. Todo en él es una bella ambivalencia, un prodigioso ovillo del destino, una interminable sorpresa de mágico surrealismo.

En 2010 ganó su Mundial de fútbol en Estocolmo. Nunca un premio fue tan merecido. Algunos años después del de su amigo y antagonista, frente a otro pelotón de académicos, el ‘Messi’ de Arequipa pudo por fin mirar a los ojos al ‘Maradona’ de Aracataca. Ese laurel supremo decretó un armisticio definitivo en una guerra nunca declarada y perpetuó el Schadenfreude de buena parte de la izquierda literaria, de quien se hubo distanciado en 1971, después de que Fidel Castro mandara a Heberto Padilla a la cárcel durante treinta y ocho años. A él se le intentó enviar a la del ostracismo, pero supo gambetearlo con un ingenio que le ha procurado la gloria literaria.

Umbral decía que había que vivir en escritor, y Francia se lo permitió a Vargas Llosa en los primeros 50, pues si algo tiene este país es que sabe cuidar a sus intelectuales. Por eso la ceremonia fue una consagración laica que cerraba el círculo de un recorrido vocacional que empezó en esta misma ciudad. Vargas fue investido por la espada en esa corte republicana que se tiene en una sala redonda, mientras evocaba el adulterio trágico de a Bovary ante la mirada fraternal de quien fuera Rey y siempre fue amigo. Respondió a su discurso Daniel Rondeau con una cálida bienvenida al primer académico francés que escribe en español a ese “tabernáculo de la lengua francesa”, una logia que busca atizar el fuego de lo inmortal frente a lo efímero a través de la literatura, que no es, según él, sino “la verdad por la mentira”. In mendacio veritas.

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