Diario de Ibiza

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Agnès Marquès

Demasiado dolor en Turquía y Siria

Es insoportable la extrema dureza de las imágenes que nos llegan de Turquía y Síria. Y sin embargo, no dejamos de mirarlas. Un hombre cogido a la mano inerte de su hija; una mano que sobresale entre una montaña de escombros, donde se aprecia la cama sobre la que estaba echada la hija en el momento del terremoto. Nuestra cabeza proyecta lo demás: que el hombre está cogido a la mano del cuerpo aplastado de su hija. Un joven vuelve al mundo de los vivos por entre una grieta de ruinas casi imposible. Sentimos la claustrofobia y la angustia del superviviente que sale completamente gris, cubierto de polvo, de esa cueva de trastos y hormigón providencial que se formó a su alrededor con el movimiento de la Tierra. Todo el mundo llorando. Ellos, allí. Y nosotros, aquí. Y yo en bucle con la que han llamado la niña milagro: un bebé recién nacido a quien descubren entre los restos, aún unida a su madre por el cordón umbilical. El conducto de la vida estancado de nutrientes y sangre ya sin oxígeno que le ha dado la vida a la niña y que es incapaz de retornar a la de su madre. Toda la familia muerta salvo la bebé, que nació justo cuando expiraban tantas vidas. Qué extremadamente dura, caprichosa y a la vez poética puede llegar a ser la vida.

No quiero ver más imágenes de la catástrofe. Sin duda, he visto más de las necesarias porque las sigo viendo con los ojos cerrados. Y ese rechazo me pone, como periodista, en un brete: ¿dónde está la medida justa entre informar de la dimensión de la tragedia y la imagen del hombre que coge la mano de la hija, que es evidente que está ahí aplastada entre la cama y el edificio que se derrumbó sobre ella? Las cifras de fallecidos son como todo ese bloque de hormigón: enormes. Tanto, que cuesta asumirlas. Tanto, que podrían tener un efecto anestésico, casi. Deshumanizante, invisibilizante. Tres mil. Seis mil trescientos. Once mil doscientos. Más de doce mil. Y sigue así cada día, ascendiendo a trompicones. Son tantos, que necesitamos la lupa para encontrar el detalle y, aunque rocemos el exceso, encontrar la vida que podría ser la nuestra. Porque todos vivimos en el lomo inestable de un montón de casualidades, y esta tragedia nos lo recuerda.

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