Opinión | Desde la marina

Ibiza se mira el ombligo

Da la impresión de que en estas benditas islas el éxito nos tiene catalépticos, letárgicos, anestesiados. Si en Ibiza, sin hacer nada de lo que podríamos y deberíamos hacer para mejorar la calidad de vida de sus habitantes y visitantes, conseguimos al año ocho millones de turistas que entran por el aire, a los que hay que sumar los que llegan por mar, ¿por qué demonios vamos a preocuparnos de remover lo que funciona con la precisión de un reloj suizo y nos mantiene como faro de los destinos turísticos mediterráneos? Estamos convencidos de que la isla puede con todo y que sus atractivos dejan en segundo plano y restan importancia a los problemas endémicos que arrastramos. Pero lo cierto –y lo sabemos bien- es que desde hace ya demasiados años estamos encallados, literalmente enquistados. ¡Y tan a gusto!

¿Alguien duda de que tenemos el territorio hecho unos zorros y de que la ciudad deja mucho que desear? ¿Estamos seguros de que no vamos a perder influencia y potencial si no atajamos las deficiencias endémicas que arrastramos? Nos creemos imbatibles, nos decimos tal cosa no puede pasar y así seguimos, con una política cortoplacista de distracción y pequeños parches -arreglamos una calle, creamos un carril de bicicletas, etc-, pero no movemos un dedo para solucionar los problemas que rompen las costuras de la ciudad y de la isla.

Es el caso de la movilidad, de los aparcamientos, de la suciedad, del transporte público, de la falta de equipamientos, de las energías alternativas, del deterioro de la sanidad, de reorientar el turismo y evitar la sobresaturación, de ordenar la gestión del agua y de las playas, de cuidar más y mejor el Parque Natural… Nos vale lo que tenemos, sí, pero hasta que deje de valernos. Entonces nos preguntaremos, con cara de póquer, qué coño ha pasado.

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