Diario de Ibiza

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Pilar Ruiz Costa

Una ibicenca fuera de Ibiza

Pilar Ruiz Costa

El olor de las palomitas

El olor a incienso en el Man Mo, un antiguo y pequeño templo oculto entre los rascacielos del distrito financiero de Hong Kong, dedicado a dos dioses tan dispares como el de las Letras (Man) y el de la guerra (Mo). Eran tiempos aquellos en el siglo XIX en que la ausencia de notarios se suplía cerrando los acuerdos en Man Mo, cortando una cabeza de gallina y quemando los contratos firmados junto a alguna varilla y aún hoy, quizá no ardan hipotecas, pero el lugar sigue siendo una densa nube de humo que viaja al más allá con las peticiones de estudiantes y ejecutivos que imploran un diez o un cero de más en la nómina.

El olor de la sangre caliente brotando de algún cordero hasta formar riachuelos rojos en el suelo en el barrio musulmán de Benarés, con los perros callejeros rezando a su modo, no por un aprobado o un aumento, sino porque alguien les lance un ojo o una pezuña.

El olor de las cremaciones de cadáveres en los ghats —algún día he de contarles muchas cosas de la muerte en India que no se cuentan en ningún sitio—, recién embadurnados en ghee (mantequilla clarificada) y, si el difunto era pudiente, acompañado del atronador sonido de una orquesta.

El olor de las sábanas de mis hijos el primer fin de semana que, ya divorciados, no durmieron en casa.

Y el olor de las palomitas que hacía mi padre cuando éramos niños y el frío azuzaba. Si del otro lado de la ventana del colegio veíamos llover, ya sabíamos que al sonar el timbre recorreríamos aquellos dos kilómetros en bicicleta hasta casa a toda velocidad, más que por escapar de la tormenta o de la posibilidad de que nos cayera un rayo, porque mi padre habría hecho palomitas. Él ya no estaría en la cocina, que una cosa era alimentarnos y otra muy distinta interactuar, pero con el tiempo te das cuenta de que hay muchas más cosas que son idioma que las que pensamos. Pensará el lector que sabe muy bien cómo huelen las palomitas y le garantizo que no, no como aquellas. Ni las del cine, las del carrito a la entrada del centro comercial ni muchísimo menos el sucedáneo al microondas del supermercado que, aún así, sigo comprando.

La ciencia, que no deja nada en manos de la fútil poesía nos dice que esas son cosas de la memoria olfativa. El olfato y las emociones convergiendo en el sistema límbico para hacer de aquel olor que percibimos en algún momento que nos conmovió en el detonante para que, más que recordar, revivamos todo su contexto. O lo añoremos. Y nada podemos hacer para elegir ni prever lo que nuestra mente decidirá que perdure. Solo lo que nos ha emocionado alcanza a ser eterno.

Pero como entre las guerras y las letras prefiero de largo a estas últimas, déjenme compartir una explicación que entiendo mucho mejor. Esta memoria de los sentidos se conoce también como Efecto Proust o Efecto de la magdalena de Proust, por el primero de los volúmenes de ‘En busca del tiempo perdido’, ‘Por el camino de Swann’, donde narra todos los recuerdos que se desencadenan en el protagonista al bañar una magdalena recién horneada en una taza de té como su madre le sirviera una vez.

«¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí».

¡«La verdad que yo busco no está en él, sino en mí» explica tan bien ese anhelo de las palomitas de mi padre! A saber si sería el hacerlas en la sartén. Seguro, el aceite de oliva; que el maíz fuera de las mazorcas de nuestro propio huerto o, simplemente, el ansia tan profunda de tener recuerdos buenos de mi padre. Sí, tiene todo el sentido… Porque mi padre no era mala persona, rotundamente no, que hay padres atroces. Padres que deberían estar prohibidos. En la cárcel. Hasta muertos. El mío repitió lo que había vivido que es no saber ser de otra manera. Porque también me acuerdo del olor del agua sucia del fregadero donde me metió la cabeza el día que protesté que por qué tenía que fregar yo los platos porque era la niña y mis hermanos no. Y me acuerdo de la rabia hinchándome el pecho mientras fregaba —¡por supuesto que fregaba!— y mi hermano me llamaba criada. Y lo recuerdo sin mencionar nunca mi nombre, sin dirigirme jamás la palabra directamente, sino con un «dile a la puta esa» con aquel desprecio que a saber dónde había aprendido.

Pero, de poder enviarle una pregunta en forma de humo de incienso… lo que querría, lo que de verdad querría saber es si él tenía asociado el frío y la lluvia con las palomitas porque en algún lugar, de niño, confluyeron todas esas circunstancias o si fue él el inventor primigenio de esta maravilla, de esta tirita para los recuerdos.

@otropostdata

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