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Juan José Millás

Patologías funerarias

El padre y el hijo evitan ser fotografiados juntos, el uno para no contaminar; el otro, para no ser contaminado. El mundo es grande, pero cuando se acude a los mismos funerales, no es difícil coincidir junto al féretro. Hablamos de Juan Carlos I y Felipe VI, claro, unidos recientemente por el cadáver de Isabel II. Pero lo que les ocurre a estos dos personajes regios nos ocurre también a los peatones de la historia. El otro día, en el tanatorio de la M-40 de Madrid, donde acompañábamos a la viuda de un amigo, se presentó de súbito una amante del muerto vestida de colores. La vimos avanzar desde la puerta hasta el escaparate, para contemplar el cadáver y luego se acercó a la viuda, a la que le transmitió su pena. Los presentes contuvimos el aliento ante una situación tan violenta, pero si no respirábamos nos moríamos, de modo que soltamos el aire casi al unísono y lo volvimos a coger al mismo tiempo, lo que provocó en la sala una corriente fúnebre perfectamente perceptible.

A continuación, la amante, se dirigió al libro de condolencias en el que escribió algo antes de irse. Nos moríamos por ver el mensaje, pero la discreción nos mantuvo en nuestros sitios. Al poco, fue la viuda la que se acercó al libro, leyó la condolencia, o lo que fuera, y arrancó la hoja, que arrugó y se guardó en el bolso. Me sorprendió lo ajeno que permanecía el muerto al drama familiar y pensé en las ventajas de no estar. No estar, lo diré cuantas veces pueda, es lo mejor que puede ocurrirle a un ser humano. Cuando no estás, no te duele la piedra del riñón, no te rozan los zapatos, ni te hieren los comentarios que escuchas a tus espaldas.

En aquel velatorio, paradójicamente, el único que no estaba era el protagonista, el muerto, del mismo modo que la única que no estuvo en el de la reina de Inglaterra fue Isabel II, de ahí la tranquilidad que respiraban (es un decir) sus cuerpos. El resto, sin excepción, teníamos preocupaciones en la cabeza. Venía esto a cuento de la foto entre el padre y el hijo. Se habló tanto de ella que al final resultó decepcionante. Todo se hubiera arreglado si el emérito no hubiera estado, pero la afición de la realeza a los funerales es verdaderamente patológica.

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