Sucedió el pasado viernes. Cuando sonó el despertador a las siete de la mañana miré el termómetro y marcaba 19 grados. Salté de la cama, me asomé a la ventana y, en efecto, parecía que se notaba una sensación de frescor. Todo el frescor que se puede notar a 19 grados, pero todo el que se puede notar después de dos meses sin bajar nunca de los 20. Luego ha ocurrido algunos días más. Parece que después de un verano en el que nos ha cambiado el paradigma de lo que es el buen y el mal tiempo, comenzamos a respirar. Tras varios meses en los que todas las conversaciones han girado alrededor del tiempo, desde las de ascensor a las científicas, empieza por fin el buen tiempo, ese en el que refresca por la noche y llueve y hay que ponerse una chaqueta o un abrigo o un gorro. Este verano se han batido en las islas las temperaturas por tierra y por mar, donde se han superado los 31 grados, y lo hemos sufrido, pero sobre todo lo ha sufrido la naturaleza, las plantas, los animales, las especies marinas que están muriendo por el calor. El planeta sigue avisando, pero ahora llega el fresco, el termómetro baja de los 19 grados, nos pondremos la chaqueta y seguiremos sin hacerle ni puñetero caso.
