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Jorge Fauró

Muertos en vida

Desde el momento en que los periódicos digitales publicaron el 8 de septiembre la noticia titulada «Los médicos de Isabel II, ‘preocupados’ por su estado de salud», todas las redacciones del planeta entendieron lo que aquello vaticinaba y en cada una de ellas se oyó, como una sola voz, la pregunta sobrevenida del redactor jefe: «¿Qué tenemos de la reina?». Ese «qué tenemos» representa el sobreentendido de una oración más larga con la que en realidad se quiere decir «qué tenemos preparado en nevera en el caso de que muera Isabel II y qué vamos a publicar nada más haya confirmación oficial».

Se llaman necrológicas anticipadas, y cualquier medio de comunicación digno de tal nombre las va elaborando con paciencia, mimo y rigor hasta el día en que son necesarias, a menudo años antes de que se produzca el fallecimiento del que pasa a mejor vida. En la era anterior a internet, en caso de que el deceso se produjera de buena mañana, el método de trabajo permitía a los periódicos -no tanto a la radio y la televisión- un margen mayor de corrección y excelencia (’videlicet’, tiempo); se aderezaban los textos con las últimas vivencias del difunto, verbigracia, las del día o la semana anterior; y el autor podía permitirse licencias literarias que enriquecían la cronología del muerto hasta la misma hora del cierre, el lapso previo al envío a la rotativa en el que ya no hay vuelta atrás.

Internet y los nuevos lectores, que reclaman -con razón- conocer la actualidad a medida que pasa, cambiaron todo aquello, de modo que la necrológica anticipada moderna se va cociendo en las redacciones conforme va deshojándose el calendario, después de una elección minuciosa de los personajes y previa selección de los bloques informativos (perfiles, historia, hechos relevantes) que acompañarán a la noticia principal: «Muere la reina de Inglaterra».

El deceso de Isabel II, cuya muerte vino acompañada de manera simultánea por contenido complementario relacionado con la difunta, ha representado el ‘triunfo’ evidente de las necrológicas anticipadas, que por la edad de Isabel (96 años) llevaban tiempo redactadas y puestas al día. Así lo evidenció la abundancia y el tono general de variedad informativa en torno a la reina de Inglaterra, momentos después de anunciarse su muerte. Lo mismo ocurrió, quizá en menor medida, con Gorbachov. Piensen, y probablemente acertarán, en cualquier personaje relevante, de España o de fuera, que, por edad, esté más cerca de allá que de acá. Lo más probable es que su obituario ya esté escrito. Son muertos en vida, de algún modo. En miles de redacciones flota un archivo con el nombre de un futuro finado en el que, todavía inaugurando cosas y cortando cintas, se ensalza o denosta su figura, se desbrozan sus logros o sus miserias y se consagran, en suma, las palabras con que la historia le recordará. Imagino a los diarios norteamericanos del último tramo de nuestra historia. Con Kennedy debieron de trabajar a la carrera, no así con Nixon, que lo puso fácil: «El presidente obligado a dimitir por el caso Watergate ha fallecido hoy», etcétera. Y así, con la naturalidad que se presume al oficio de informar, miles de columbarios narrativos se almacenan en los discos duros esperando turno para cumplir su función y hacer hueco al siguiente, hibernando en el panteón literario de los muertos vivientes mientras su sonrisa o sus gestos hoscos continúan poblando las páginas del cuché o los puentes del metaverso. Biden, Ratzinger, el propio Bergoglio, Putin o Zelenski tienen el honor de contar ya con su hagiografía o su reprobatorio, al tiempo que sonríen ante la cámara o aprietan el botón de la guerra.

Muchos pagarían por leer su necrológica antes de irse al otro barrio. Contaba Gay Talese en un colosal reportaje de 1966 (’Mr. Bad News’, Esquire) dedicado al periodista de necrológicas del ‘New York Times’, un tal Whitman, que este había redactado incluso la suya propia para que cuando llegara el día fatal, se publicara tal como él quería que le recordaran, un privilegio que jamás obtuvieron las personas de cuya muerte escribía. Además del suyo propio, el buen hombre tenía en nevera unos dos mil obituarios listos para imprimirse y cientos más en remojo.

En un acto de contrición, algún personaje relevante me ha expresado el convencimiento de que su necrológica no será todo lo lisonjera y laudatoria que él desearía. A todos les digo lo mismo: aún tienen tiempo, cambien de vida, háganlo mejor.

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