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Mercé Marrero Fuster

Lo cómodo es callar

«Es más fácil callar que entrar en un conflicto. Seguir la opinión mayoritaria y no enfrentarse a situaciones que nos parecen injustas. Con algunos adultos la batalla está perdida, ¿con los niños también?»

Un político italiano pide el voto para su partido, la Liga, para no ver nunca más a una gitana mendigar. Lo hace a través de un vídeo en el que también aparece la mujer a la que el fascista quiere hacer desaparecer de Florencia, e intuyo que del mundo. Ella le ruega que no diga esas cosas, pero él insiste con actitud chulesca, una sonrisa y unas gafas de motorista. Odio y supremacía en estado puro. El número uno de la Liga, Matteo Salvini, ha declarado que se podría haber ahorrado esa acción y en el resto de partidos las reacciones han sido tibias. Eso y nada es más o menos lo mismo. El silencio nos hace cómplices.

Hace años, cuando invertía algunas tardes en hacer de voluntaria, entré en un bar con un grupo de personas con necesidades de apoyo. Un camarero ignorante y apurado me pidió que saliésemos porque podíamos espantar a la clientela. Estábamos tranquilísimos, pero la diferencia asusta. La clientela supuestamente espantable nos miró y siguió a lo suyo. Le dije que cometía un gran error y dimos media vuelta. Días más tarde coincidí con un cliente que había visto la escena. Puso el grito en el cielo, despotricó del local, del camarero y de la injusta vida, pero la verdad es que, cuando pudo hacer algo, decidió callar. Lo cómodo es evitar el conflicto.

Al salir de una reunión del colegio, un grupito de progenitores cuchichea sobre Menganito. Un padre lidera la conversación y asevera que la dirección debería trasladar a Menganito a una clase para niños diferentes. Sus problemas de aprendizaje ralentizan el avance de su prole superdotada y, además y según Radio Calle, el curso pasado sufrió algún episodio violento. Seguramente no todos opinan igual, pero nadie dice nada, guardan silencio. Y quien calla, consiente. Igual que consentimos al asistir silenciosos a linchamientos sangrientos e injustos en redes sociales o cuando somos testigos de críticas infundadas a un conocido y miramos a otro lado. Consentimos cuando, por no discutir, dejamos que un palurdo se explaye con opiniones que colisionan con el respeto a la dignidad personal y somos cómplices si, ante una agresión, preferimos enmudecer antes que plantarnos y entrar en una discusión. ‘Acusados’, de Jonathan Kaplan, gran película.

Un niño de 11 años ha sufrido acoso por parte de sus compañeros durante un campus de verano. El hermano de la víctima, impotente ante la inacción, denuncia la situación en redes y, a partir de ahí, se crea un tornado mediático y se abre una investigación. Y yo me pregunto, ¿no hubo una sola persona que quisiera proteger a ese niño? Y no me refiero a los monitores o a los funcionarios de Educación, que también, me refiero al chaval con quien comió el bocata un recreo o a la niña con quien compartió un juego. ¿A nadie se le revolvió el estómago al verle sufrir? Si todos miraron hacia otro lado, tenemos un reto bien serio por delante.

Lo difícil es hablar y rebatir. Construir una opinión. Decir que por eso no pasamos. Lo incómodo es denunciar, posicionarnos y defender al eslabón más débil. Lo duro es ir en contra de la opinión mayoritaria y quedar como la rarita de turno. Con algunos adultos la batalla está perdida, pero ¿con los niños?

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