«Todos tenemos nuestras tristezas secretas». La frase de Javier Marías, una de las muchas anotadas en un viejo cuaderno que suma ya varias décadas, salta de las destartaladas páginas segundos después de conocer el fallecimiento del Rey de Redonda. Es su pérdida una de esas tristezas secretas. De las que sólo te atreves a compartir con aquellos que entienden que quienes pueblan las estanterías de tu biblioteca, física y emocional, son parte de tu vida. De quién eres, incluso. Quienes llenan los lomos de los libros que viven contigo te hacen reír, llorar, enfadarte y soñar. Te rompen el alma de tal forma que puedes tardar años en recuperarte y plantan en tu cerebro, sin que te des cuenta, semillas de ideas que brotan página a página. La biblioteca de todo lector está plagada de autores que un día existieron, pero no se acostumbra al dolor de perder a aquellos, los más queridos, los más admirados, que aún podían llenarla con nuevas historias. La mía llora desde la tarde del domingo. Sin consuelo. No se había recuperado de la muerte de Almudena Grandes cuando la sorprende la de Javier Marías. Es el sino de toda biblioteca, sentirse, año tras año, un poco más huérfana. Ser, año tras año, más cementerio con lápidas de cartoné que patio de juegos. Es el sino de todo lector releer a aquellos que se nos van para ahogar nuestras tristezas secretas.
