Diario de Ibiza

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Andrés Ferrer Taberner

A pie de isla

Andrés Ferrer Taberner

La flotilla pitiusa en llamas

Todos los años siempre hay alguna que otra embarcación de recreo que, cual barco vikingo funerario, acaba siendo pasto de las llamas frente a las costas pitiusas. (No se me asusten que mi kayak se encuentra bien de salud, solo algún conato de incendio por colillas humeantes que me lanzan para hacer puntería desde los ‘party boats’ y que sofoco ipso facto escurriendo mi bañador, modelo Meyba de Fraga años sesenta, práctico también como vela en caso de necesidad).

Este verano se ha batido en las islas el récord de barcos incendiados. No tanto por su frecuencia como por su devastación. Nada menos que dos grandes yates fueron presa del fuego en la primera quincena de agosto, acabando uno de ellos, un megayate de 45 metros de eslora valorado en 25 millones de euros, inmisericordemente calcinado. Tan navío de ensueño que parecía −como el Santísima Trinidad aquel que en gloria esté, hundido en la batalla de Trafalgar− y a la postre, por muy caro y lujoso que fuera, ceniza barrida por las olas como acabaremos todos. El tiempo es el desintegrador por excelencia de la materia, su martillo pilón, pero en ocasiones se impacienta de tal manera ante tanta vanidad ‘plus size’ de algunos humanos, que tira por la calle del medio transformado en fuego para concluir antes la faena.

Por lo general, suele suceder que los incendios se originan al arrancar el motor, al menos en las lanchas, si antes no se ha ventilado bien el compartimento que lo alberga. O por algún gremlin de polizón que no para de fumar con el depósito de combustible abierto, vaya usted a saber, que doctores tiene la Náutica.

Pero es en los yates, y especialmente los de mayor tonelaje, donde averiguar la causa de estos siniestros puede complicarse hasta el extremo de ponerse en duda la pericia misma de los peritos de las aseguradoras. Aseguradoras, sí, esos entes económicos que, sin sonrojarse al menos, hacen honor a su nombre en beneficio propio y se aseguran de pagar las menos de las veces al asegurado, quien a su vez debería haber contratado otra póliza para compensar tales incumplimientos.

De todos modos, se sabe que un alto porcentaje de los accidentes relacionados con el fuego en estos barcos obedece a fallos eléctricos, así como a cosas tan tontas como dejar trapos y otros objetos inflamables cerca de los fuegos de las cocinas. Esto último no lo digo por el supuesto de haber trabajado yo de cocinero en una de ellas y haberla fastidiado, tanto gastronómica −sobre todo− como navieramente, sino por leerlo en ‘N&Y. Náutica y Yates M@gazine’. En el mar, mi única hazaña culinaria fue prepararme una vez un bocata de mortadela a bordo del kayak. La gaviota que tenía al lado, pues en el mar siempre hay una que te examina de cerca, dio fe con un simpático gañido de mi cierta maña en las artes del condumio. Pero acto seguido, y sin mediar más onomatopeya admirativa, me arrebató medio pan y la mortadela toda en un abrir y cerrar de alas. Maldito bicharraco, ojalá haya acabado sus días estrellándose contra el murallón de contenedores de un ‘megacarguero’ chino envuelto en niebla.

Sea como fuere, centrados de nuevo en el tema que nos ocupa, y debido a la naturaleza de los materiales (fibra de vidrio, plástico y mucha Visa Oro de nuevo rico sin complejos) con que se fabrican hoy las embarcaciones, así como por el diseño de su estructura, las llamas avanzan siempre a la carrera en semejantes incendios como si hubieran venido al mundo sobre maleza reseca y bajo el influjo de la lira de Nerón.

Por otra parte, el fuego es como el amor y el odio, su propósito es extenderse lo más lejos posible. (¡Huyan, ahora que pueden!; ha sido evocar la poética de Nerón y tener un pronto metafísico, me temo). Pero en el mar cuenta con nulas posibilidades si prende en un barco. Es más, nada hay más suicida que un fuego rodeado de agua por todas partes. Sus llamas son auténticos kamikazes. En este caso, acabar con su víctima −el barco− conduce al fuego fatalmente a su verdugo −el agua−, su elemento antagónico. Tal hecho parece un desatino, un sacrificio inútil, una bravuconada sin sentido, pero en el fondo subyace una narrativa épica incontestable, la propia de exhibir el fuego su incandescente nervio indómito rebosante de belleza e intensidad bajo el asedio de una infinita llanura que le es hostil, en este caso el mar. En este descomunal desequilibrio de fuerzas radica justo el imán de esta imagen tan poderosa e hipnótica.

Desde que el hombre se aventuró a navegar sentándose a horcajadas sobre el primer tronco que flotaba a merced de las corrientes marinas, todas las embarcaciones, desde las más simples a las gigantescas (al mencionado navío español Santísima Trinidad lo apodaban El Escorial), han tentado una y otra vez al fuego por ser ellas el único lugar posible en el mar desde donde desafiar él a su eterno enemigo, el agua, mostrando todo el potencial de su escenografía, mitad danzarina mitad guerrera.

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