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Emma Riverola

El paraíso de Laura Borràs

Agosto se retira dejando un rastro de embalses secos y tierra calcinada. Alma de páramo donde resuena el eco de la incertidumbre. Recesión, guerra, cicatrices de la pandemia… Quizá por eso ha habido tantas ganas de vacaciones. Vivamos mientras podamos. La geopolítica impacta en la cesta de la compra. Este invierno, edredón doble y bata de forro polar. Pero aún andamos con la canícula pegada en la memoria. Hay más imágenes prendidas en el recuerdo. Algunas especialmente pegajosas.

El 17-A se coreografió en Barcelona un acto más de la tragicomedia del ‘procés’. «¡Yo soy víctima del terrorismo, sí! Porque soy catalán. ¡Burros, que sois una panda de burros!», espetó el hombre de la guitarra a algunos de los familiares de personas asesinadas en el atentado. Victimista frente a víctimas. Antes, el minuto de silencio roto por el sectarismo. Gritos de vergüenza imponiéndose al dolor callado. La protesta no fue una anécdota, sino el fruto preciso de una estrategia política trabajada desde hace casi una década. Ya sabemos, España nos roba, y además nos mata.

La filósofa Olga Belmonte García, en su interesante y lúcido ensayo ‘Víctimas e ilesos. Ensayo sobre la resistencia ética’ (Herder, 2022), estudia el creciente victimismo de la sociedad. La ideología victimista ha crecido junto a la teoría de la conspiración. En ambos casos no hay espacio para la autocrítica. «Toda la culpa se descarga sobre el enemigo exterior, que puede ser real o inventado». Fenómeno que se da «desde una identidad totalitaria: todo en mí es bueno, el mal viene de fuera». Inevitablemente, «las falsas víctimas (hoy, aunque sí lo fueran en el pasado) se convierten en ‘verdugos inculpables’». El victimista entiende sus demandas como innegociables. Su situación convertida en un poder ilimitado sin necesidad de justificación.

El ‘procés’ ha manipulado la historia, alimentado el sectarismo y alentado las teorías conspiranoicas. Laura Borràs, con su caso judicial pendiente y convenientemente envuelto en victimismo, encarna esa suerte de ‘paraíso moral’ al que alude Belmonte, sin deudas, solo crédito. Al fin, un foco de resentimiento que se alimenta de la sensación de agravio. Inservible para afrontar los retos y avanzar socialmente.

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