Diario de Ibiza

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Pilar Garcés

Ana Blanco en el comedor

Hace unos años entraba acelerada en un bar de Plentzia corriendo detrás de mi hijo que necesitaba un baño cuando me topé con una cara conocida. «Apa, qué tal, cómo estás, ¿todo bien?, me voy pitando que este no se aguanta…», solté de carrerilla. La cara conocida puso tal gesto de perplejidad que cuando pude procesarlo me volví para identificar a Ana Blanco, que se tomaba un vino con amigos. «Jo, perdona, pensaba que te conocía. Y te conozco, pero tú a mí no… No te interrumpo más», expliqué atropellada. «Tranquila», me dijo ella con la sonrisa de circunstancias de «hemos tenido un problema con esta conexión, trataremos de recuperarla enseguida» y siguió a la suyo. Cómo no considerarla de la familia, si ha iluminado el salón de casa desde que la tele iba con un mando del tamaño de un ladrillo y no existían las plataformas que te abruman con sus productos perecederos. El rostro de las noticias de la televisión pública las últimas tres décadas en diferentes horarios y con distintos compañeros ha decidido cambiar de tercio, afirman que por decisión propia y cansancio.

Nos va a costar asimilar semejante cambio a los que somos gentes de costumbres. Deseo suerte a quien tenga que encontrarle relevo a la periodista de Bilbao que narraba la actualidad sin ninguna afectación, con las pausas justas, sin gorgoritos, siempre en su sitio, tan inteligible y tan profesional. Una mujer normal, además, que se ha hecho mayor a nuestro ritmo. Bueno, su pelo ha aguantado el tirón mucho mejor que el nuestro. Ese peinado inmutable después de especiales informativos ya legendarios como el de las Torres Gemelas, que duró siete horas de riguroso directo a base de sangre fría y solvencia dada la falta de información fiable en un principio. O los espacios electorales que sabía llevar con agilidad y templanza, demostrando ser algo más que un busto parlante. La noté algo hastiada en los cientos de noticias económicas pésimas y desalentadoras durante la crisis de 2008, o tal vez proyecté en sus gestos que yo misma no las aguantaba. Tampoco me va el dinamismo que se ha imprimido a los programas informativos en los últimos tiempos, con los periodistas energéticos dando brazadas entre pantallas de realidad virtual.

Felipe de Borbón se enamoró de la presentadora del Telediario de la noche, suerte para él, que solo tuvo ojos para Letizia Ortiz y se ahorró a la otra parte del tándem, el infausto Alfredo Urdaci, un precursor de la manipulación sin complejos que el resto de la nación sufrió sin anestesia. A mí la actual reina no me decía gran cosa dando las noticias porque me parecía que se escuchaba. Esta característica no la ha perdido en su actual tarea, le gusta oírse, de manera que llega más la entonación que el mensaje, si lo hubiera. Ana Blanco, por contra, ha prestado su voz limpia y sin artificios a las cosas que pasan, dejando al espectador la responsabilidad de valorar el interés de lo que le están contando. Por eso ha sobrevivido a gobiernos de todos los colores, y por eso la hemos buscado en la franja correspondiente, fieles a su discreción y a su ausencia de protagonismo. Su marcha súbita es una mala noticia para los espectadores, y todavía peor para una Televisión Española que ha vivido tiempos mejores de credibilidad y de audiencias.

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