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Jero Díaz Galán

Sumos sacerdotes

Sumos sacerdotes y madres superioras pululan por todo tipo de estratos e ideologías y su presencia se hace ahora más patente que nunca en ese patio de vecinos global que son las redes sociales y en el más recogidito de los grupos de WhatsApp.

En este tiempo de polarizaciones y trincheras, de blancos y negros, con una ausencia total de gama de grises, los poseedores de la verdad absoluta, única e incuestionable no pierden la ocasión para hacer acto de presencia con sus certezas sin lugar a ninguna duda.

Además, este comportamiento de sabedor de todo, aunque se tenga idea de poco, suele ir acompañado de los tintes de superioridad moral propios de los inmaculados, de los concebidos sin pecado original.

Si el sumo sacerdote o la madre superiora tiene, encima, algún carguillo, ‘como Juanillo’, o posee el más mínimo tipo de poder, su legión de seguidores se hará notar de inmediato con likes en Twitter o Facebook, prietas las filas, porque, como ya dijo al principio de nuestra democracia Alfonso Guerra, «el que se mueve no sale en la foto», en lo que ha resultado ser un tratado magníficamente resumido y claro del proceder en las formaciones políticas españolas, sean de la ideología que sean.

Pero no solo en los partidos falta debate y controversia, el criterio propio también está mal visto y es castigado en este universo cotidiano de lo políticamente correcto en el que la mayoría calla y los ungidos vociferan, un modelo perfectamente reconocible en los en apariencia inofensivos grupos de WhatsApp.

Decía Albert Camus que «la necesidad de tener razón es el signo de una mente vulgar» y él, que siempre fue un defensor de la disidencia, fue el único intelectual francés que se atrevió a condenar públicamente el uso de la bomba atómica en Hirosima y Nagasaki, una masacre de tal calibre -se estima que murieron casi 250.000 civiles- que como mínimo debería haber sido cuestionada aún por los que pensaron que el fin siempre justifica los medios.

Hoy 77 años después, el horror causado por ‘Little boy’ el 6 de agosto de 1945 y tres días después por ‘Fat Man’ en las dos ciudades japonesas es considerado inaceptable moralmente por la mayoría de la población del mundo, incluidos más de la mitad de los estadounidenses, aunque el disentir de la mayoría y el ser pacifista en tiempos de guerra, como también lo fue Camus, vuelve a ser un ejercicio de valentía ahora cuando se habla de nuevo de conflictos globalizados y armas nucleares, como si no hubiéramos aprendido nada de los horrores del siglo XX.

Además, ese «tener razón» admite en estos tiempos aún menos dudas, reforzado por un pensamiento que se nutre continuamente de personas que tienen el mismo criterio en todo ese interminable barullo informativo que ofrece internet, hasta tal punto que recomendar la lectura de alguien que opina diferente puede ser visto ya de antemano como una tremenda ofensa, como una provocación imperdonable.

Y es que los sumos sacerdotes y las madres superioras no solo censuran y fomentan la autocensura en la opinión de los demás, sino que hasta pretenden dictar lo que se puede o no leer, como pequeños «savonarolas» del siglo XXI y sus peculiares hogueras de las vanidades.

El pensamiento nunca puede ser rígido porque entonces se convierte en dogma. La duda es sana y las certezas pueden ser, además de estúpidas, peligrosas. No pasa nada por llegar a aceptar que en algunas cuestiones no es obligatorio tener un criterio definido e incluso por asumir que los seres humanos somos a veces contradictorios.

Esa dinámica de estás conmigo o contra mí, además de simple, agotadora y cansina, es radicalmente empobrecedora y supone una burda manipulación del otro. No por estar en contra de algo estás a favor de su opuesto y al contrario. Caer en ese tipo de simpleza aniquila cualquier debate de antemano.

Una de las cosas que más me gusta de internet, además de poder acceder de forma fácil a todo tipo de conocimiento, es el humor, ese humor fresco, imaginativo y rápido que circula en forma de meme o tuit ingenioso en redes sociales y que te lleva a pensar que si todavía hay gente que ríe y se preocupa por sacarle una sonrisa a los demás en medio de este griterío, no puede estar todo perdido.

Entonces, sumos sacerdotes y madres superioras, aunque grandes defensores del satírico francés Charlie Hebdo, pueden sentirse ofendidos si la gracia se dirige a los suyos, pero ya da igual, porque el resto hacemos de las redes una algarabía con reenvíos masivos para compartir un humor que, como la risa, nos hace libres.

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