Diario de Ibiza

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Llevaba cinco minutos en el sillón cuando me di cuenta de que el peluquero era ciego. Iba con sus manos de un lado a otro de mi cabeza, cortando aquí y allá, con una seguridad pasmosa, como si sus dedos tuvieran ojos. Lo felicité por su habilidad y le quitó importancia. Luego me invitó a que cerrara los ojos y me puso en las manos un objeto que reconocí enseguida como unas tijeras. La verdad es que, más que reconocerlas, las “vi” como no las había visto nunca. Distinguí sus mangos y las hojas en las que se prolongaban y el punto de articulación de las dos piezas, distinguí el filo y las puntas… Eran unas tijeras que yo llamaría de “piernas largas” por la longitud de sus cuchillas. Mi cerebro me indicó de inmediato la fuerza que tenía usar para sostenerlas en el aire, así como la presión precisa de los dedos para hacerlas funcionar.

-Nuestras herramientas -escuché decir al peluquero- parecen pensadas para el tacto más que para la vista.

Le di la razón: jamás había tenido una experiencia tan rica en el examen de un objeto de uso cotidiano. Me daba pena devolvérselas, pues no me cansaba de recorrer aquellos dos trozos de acero unidos por un eje. Luego, todavía con los ojos cerrados, me pasó un peine de cuya rareza disfruté también unos instantes. Había que tener mucha cabeza (y no es un chiste) para inventar algo tan diabólicamente sencillo y eficaz al mismo tiempo. El peine era flexible, de plástico sin duda, y también muy largo.

Cuando abrí los ojos, la realidad me pareció algo pobre, aunque el establecimiento estaba profusamente iluminado. El ciego me preguntó si quería que me arreglara las cejas, a lo que accedí con gusto, y en unos cuantos tijeretazos las redujo a un tamaño normal sin alterar sus proporciones simétricas. Finalizado el servicio, el hombre me puso un espejo ovalado en la nuca, para que le diera mi conformidad. Pero yo preferí cerrar de nuevo los ojos y recorrer mi cráneo con las manos, asombrado también ante la funcionalidad de aquel objeto llamado cabeza bajo cuyas paredes se encontraba el encéfalo, o sea, el meollo, el lugar del que emergía misteriosamente mi identidad.

-Está perfecto -dije. Y el peluquero ciego sonrió con los ojos.

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