Diario de Ibiza

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Andrés Ferrer Taberner

A pie de isla

Andrés Ferrer Taberner

Calorazo

Importa mucho saber en qué lugar del Mediterráneo nos ha tocado soportar el calor extremo de este verano? No, la verdad. Tan irrelevante como al pollo averiguar en qué rincón del horno lo han colocado pechuga arriba. Qué más le da, si el animalito, al final, queda igual de horneado me lo pongan donde me lo pongan. Pues nosotros lo mismo que el pollo, sin plumas y cocidos sin remisión, sin importar una pizca en qué sitio nos hemos refugiado en julio y agosto, en una playa de Gandía, en la Manga del Mar Menor, de náufragos en las Columbretes o la mar de bien en la propia Ibiza.

Si en la septentrional Europa de los 20 grados en verano, tan civilizada ella climatológicamente hablando, sus habitantes se han asado vivos también (¡el Reino Unido superó el techo de los 40 grados!) al punto casi de la deflagración corporal por el mucho alcohol que beben, aquí ni te cuento. Y eso que los españoles estamos acostumbrados a sufrir desde antiguo los arrebatos de la canícula patria. Las dentelladas de nuestro rabioso sol las cicatrizaban tradicionalmente nuestros abuelos a base de gazpachos, plegarias, horchatas y abanicos. ¿Acaso nuestra bandera no luce los mismos colores que el sol?

Sin embargo, lo de Andalucía y Extremadura supera a cualquiera, incluso al típico espécimen hispano que presume de resistir el calor creyéndose con los poderes de un botijo. Flipante, sería esta la gran aportación española al universo de Marvel. Un nuevo personaje mutante ha aterrizado: Botijo-Man, el terror de la ‘ponentà’. Eso sí, un poco chaparro nuestro héroe. Muchas ciudades andaluzas y extremeñas deberían evacuarse por la UME en verano y dejarse desiertas, al igual que en aquellas películas norteamericanas en blanco y negro de la serie B en que veías a la Guardia Nacional toda histérica gritando a la población, megáfono en mano: «¡Abandonen la ciudad! ¡Abandonen la ciudad!». Total, por poca cosa, unos blandengues. ¿Qué es un ataque de hormigas mutantes del tamaño de un camión en comparación con los 44,7 grados alcanzados en Coria (Cáceres) en julio? El sol, ese sí que ha mutado de verdad; ahora es un solazo en toda regla, un astro rey venido a más que transforma la brisa en aire de secador de pelo, directo a la cara las 24 horas dejándonos los ojos más secos que unas aceitunas de pizza.

Por mi parte confieso que si no he abandonado Ibiza para huir despavorido a los climas del norte donde solazan los renos, ha sido porque he pisado menos la calle estas semanas que un diputado autonómico su cámara de representantes.

Refugiado en casa, apenas me alejo del aparato de aire acondicionado más allá de lo razonable, o sea un metro escaso. Y si lo hago más, me ato a una soga de seguridad, como los astronautas en los paseos espaciales, no vaya a ser que alguien me abra una ventana y me succione de sopetón la calima de turno, con toda esa arena africana. Y francamente, me veo ya mayor para empezar de nuevo como saharaui. (Sí, me acuso ante el pueblo, pertenezco al primer estamento, el de los privilegiados energéticos que consiguen enchufarse a los 25 grados sin necesidad de pedir un crédito).

Las pocas veces que me he aventurado al exterior este tiempo en Ibiza, me vienen antes las palabras que me suscita el calor que las imágenes del paisaje isleño que contemplo, sean calles, calas paradisíacas o personas, todas estas torrefactas por el sol. Es cuestión de prioridades. Si te ahogas en tu propio sudor, no estás para filigranas mentales ni disfrutes veraniegos. Vocablos que describen el calor, tales como asfixiante, abrasador, paralizante o pegajoso, componen mi vocabulario de urgencia con el que intentar expresar los horrores de la descomunal calorina de estos meses de forma inteligible, y no con resoplidos de semoviente sofocada. Seamos civilizados, hombre. Mantengamos el decoro hasta con la camisa empapada.

¿Decoro? Es difícil conservarlo con estas temperaturas cuando marcho por las lenguas incendiadas del cemento-lija de Vara de Rey (te caes ahí y te desuellas vivo), vía peatonal escasita de sombra. Si localizo allí a un turista alto de verdad, aprovecho y camino a su lado para pillar algo de umbría en la itinerante sombra que proyecta su cuerpo (soy un vulgar gorrón de sombras ajenas), pues la solana en ese bulevar no la resistiría ni el apache más arrojado. Talmente como si al sol le hubieran extendido una gran alfombra roja hecha de hormigón para pasearse a sus anchas calcinándonos vivos.

Fuego en el cielo, pensaba la escuela Platónica que era el sol. Pues bien, parece que ese fuego decidió descender este verano y mirarnos a la cara mientras nos quema. Por mí que haga lo que quiera, siempre que no me quiten el aire acondicionado, aunque añadiré que el otro día me sorprendió su ocaso en Benirràs estando allí yo por casualidad. Por primera vez en mi vida aplaudí a rabiar cuando el gran disco solar de oro incandescente de 24 kilates se esfumó en el horizonte marino. Pero no lo hice llevado por la simplona sugestión del espectáculo que supone su puesta en medio de la ensordecedora tamborada, sino porque por fin se iba y nos dejaba en calma térmica por unas horas.

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