Diario de Ibiza

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Emma Riverola

La noche y el baile

Hay un niño que me mira mientras escribo estas líneas. Junto a él, una pareja baila. Detrás, una multitud. Sus cuerpos, desnudos. Vestidos de trazos amarillos, rosados y carmín. Es una danza dulce y alegre, cálida. Pinceladas de fiesta, reminiscencias ancestrales. El cartel de las fiestas de la Mercè de 1985 fue obra del pintor y escultor Robert Llimós. Convergència i Unió, la oposición municipal encabezada entonces por Ramon Trias Fargas, criticó la imagen por erótica e inadecuada. Maria Aurèlia Capmany, concejala socialista de Cultura, respondió con un elogio al desnudo. Han pasado casi 40 años y la pareja sigue danzando. Desafiando a las actuales ordenanzas municipales que prohíben la desnudez en las calles de Barcelona.

Verano, baile y noche. Hay palabras que la vida se apresura a acompasar. Los relatos agitan el cuerpo desde nuestros ancestros. ¿Cómo entender, si no, las danzas agrícolas, guerreras, místicas o funerarias de los pueblos primitivos? Cuentos que se comparten o se elevan a los dioses. Mensajes de deseo o desesperación que quedan impresos en la retina de los observantes. El bailarín, una letra más de una historia que, quizá, ni siquiera le pertenece. Puro emisor.

En su libro ‘Choreomani’, Kélina Gotman (Oxford, 2018) explora los discursos que a lo largo de la historia trataron de explicar el llamado “baile de San Vito”, una suerte de frenesí convulsivo y compartido que agitaba a los cuerpos hasta llevarlos a la extenuación. Posesión demoníaca, fórmula para alejar la peste negra, celebraciones desmadradas del solsticio de verano o de fiestas destinadas a aplacar a las masas son algunas de las muchas respuestas que se han dado a este baile que podía extenderse durante días. Leyendas o explicaciones que apuntan a un mismo fin: bailar para conjurar a la muerte. Para rendirse o para alejarla.

“Y la noche avanzaba con el carro de estrellas y la fiesta avanzaba y el ramo y la muchacha del ramo, toda azul, girando y girando… Mi madre en el cementerio de Sant Gervasi y yo en la plaça del Diamant” (‘La plaça del Diamant’, Mercè Rodoreda). Y Colometa, tan joven, tan liviana, tan inocente y tan perdida sin su madre, bailaba en las fiestas de Gràcia y empezaba a dibujar su futuro. De nuevo, danza y muerte.

Entre tanta vida arrebatada, la pandemia también nos desposeyó del baile. Nos encerró y, después, nos esbozó. Escamoteándonos la complicidad de un baile compartido, de agitar los cuerpos en un intento de liberarse o de pactar con la muerte. Nos acecha un futuro incierto, cada uno trata de abordar las tierras movedizas como puede. Unos se adentran sin remedio, otros observan trabados en la orilla, otros se afanan en confeccionar tablas para atravesarlas. Una infinidad de decisiones individuales. Agotados estamos de tanto decidir. Y, sin embargo…

Es verano, y las calles se engalanan, la música vuela, la noche es amable, los pueblos son más pueblos que nunca y las ciudades despiertan el suyo dormido. Es entonces cuando algo se activa. Y empieza el baile. Al fin, los pasos se libran del peso cotidiano. En estos días en que asociamos el término social a las redes, el baile popular expulsa el carácter individual y el control del cuerpo. Lo inesperado y la improvisación se funden en el baile y la noche. Al fin, un relato abierto al placer de encontrarnos y de ceder ante lo inesperado.

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