Diario de Ibiza

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Miguel Ángel González

desde la marina

Miguel Ángel González

Los ojos como platos

Agobio, calor y fiesta. Las noches en Ibiza son ya tropicales. Por fortuna, todavía existen rincones en el interior de la isla, menos de los que uno querría y recuerda, en los que todo lo que oímos, ya desde la cama, es la estridulación de los grillos, el familiar cri-cri-cri que es siempre mejor que el jolgorio humanoide que nos roba el sueño a deshora. Ya saben, por la zarabanda que se monta en algunas plazas y calles de Vila, en el entorno de las discotecas, en determinados locales de la Platja d’en Bossa y en el endémico West de Portmany. Decibelios a todo meter, griterío, juerga y borrachera. Mientras, los vecinos, con las ventanas abiertas porque los interiores son una sauna, no pegan ojo. El vocerío, el runrún callejero y el pumba-pumba de los altavoces, hacen inútiles los tapones en las trompas de Eustaquio y el mal remedio de meter debajo de la almohada la testa.

Y de nada sirven las protestas de los forzados insomnes. Quienes deben velar por el descanso ciudadano, como si oyeran llover. Que llover, esta es otra, no llueve ni con rogativas a la Virgen de la Cueva. Pero volvamos a lo que decía de los ruidos nocturnos. La cosa está clara. El negocio es sagrado y todo este rollo del incivismo y la contaminación acústica son, para algunos, males menores. No sé qué se ha hecho con el decreto del pasado enero contra el turismo etílico, las bodegas cerradas a la 21.30, las expulsiones por balconing y las multas de 600.000 euros. Nos dicen, eso sí, que no nos hagamos mala sangre, que más vale sumarse a la fiesta y que dormir ya dormiremos en invierno. Mientras, los sonómetros siguen bajo llave en los despachos, no sea que el personal se cabree. En Barcelona ya se ha cabreado y el consistorio ha tomado medidas: las terrazas cierran a las 11 de la noche, y los pubs, bares y restaurantes a las dos de la madrugada. Aquí aguantamos lo que nos echen. Y el año que viene, ya se verá.

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