Publicaba El Periódico de España un artículo en el que se hacía eco de un novedoso turismo que, al hilo de la sequía que nos asola (la pertinaz sequía de Franco), ha comenzado a pisar los embalses atraído por el morbo de ver reaparecer en el fondo de ellos las ruinas de los antiguos pueblos e iglesias sumergidos, incluso puentes romanos y yacimientos arqueológicos. El bajo nivel del agua a estas alturas de agosto en muchos de aquellos hace que afloren ya imágenes desconocidas para muchos, incluso inimaginables para algunos de ellos, pues más de uno y más de dos continúa ignorando aún en este país que debajo del agua de los pantanos hubo pueblos y vida y carreteras. Y no necesariamente gente sin preparación, los hay universitarios, incluso profesionales con títulos académicos.

El turismo de sequía, como denominaba el autor del artículo a quienes cada vez en mayor número se acercan a los embalses semivacíos para contemplar las imágenes de la desolación que el agua oculta cuando están llenos, parece ser que es un activo económico más para los negocios de las zonas próximas, a quienes la sequía les beneficia en lugar de perjudicarnos como al resto. Según el autor del artículo, hay pantanos como el de Sau, en Barcelona (famoso por el campanario que permanentemente asoma del agua, hoy con la iglesia entera a la vista de los curiosos), que cada día recibe desde hace semanas 1.000 y 2.000 turistas, la mayoría extranjeros en cuyos países no hay embalses y, si los hay, no de las características de los españoles. El romanticismo de las ruinas nórdicas se funde aquí con la brutalidad de los desgarrones que la sequía causa en nuestros paisajes, más propios en muchos casos del continente africano que del europeo.

Bajo los más de 350 embalses que hay en España (el quinto país del mundo en número de ellos) yacen más de 500 pueblos y aldeas de los que tuvieron que irse unas 50.000 personas

Así que es más el morbo que el romanticismo estético el que lleva a miles de turistas a contemplar las tristes ruinas de los pueblos que quedaron sumergidos bajo el agua y de los campos y bosques que sepultó, hoy paisajes irreales y sin vida. Lo siniestro que la belleza del agua limpia ocultaba ha surgido de repente convirtiendo los embalses en lo que son más allá de su necesidad social: enormes cementerios ecológicos y tumbas de culturas centenarias arrasadas sin contemplación ninguna. En el artículo de este periódico se mostraban imágenes de pueblos e iglesias en ruinas, pero también de un puente románico en la montaña de Palencia y hasta las ruinas de una ciudad romana en Ourense. Son sólo algunos ejemplos. Bajo los más de 350 embalses que hay en España (el quinto país del mundo en número de ellos) yacen más de 500 pueblos y aldeas de los que tuvieron que irse unas 50.000 personas. Un sacrificio humano impagable que normalmente se desconoce o no se valora suficientemente y que ahora, con las pruebas al aire y a la vista de todos de su sacrificio, debería ser reconocido más de lo que lo ha sido. Cuando reclamamos agua deberíamos saber lo que cuesta y esto nos lo enseña hoy la visión de esos embalses semivacíos y llenos de ruinas sorprendentes que tanto morbo producen a los turistas. Lo bello es el comienzo de lo siniestro que aún podemos soportar, escribió Rilke. Lo siniestro es aquello que debiendo permanecer oculto se nos ha revelado, añadió su compatriota Schelling. Eugenio Trías, filósofo catalán, unió las dos ideas para nombrar un estado de la naturaleza (geográfica y humana) que es la que hoy ven todos esos turistas que se acercan a los embalses españoles para descubrir que debajo de la belleza y de la riqueza está la muerte también.