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Al Qaeda descabezada

La tecnología acudió al rescate de un presidente en horas bajas. A sus 79 años y recién recuperado del covid-19, Joe Biden cruza el ecuador de su mandato con unos bajísimos niveles de popularidad, inferiores incluso a los de Donald Trump tras sus dos primeros años de presidencia. Biden pasaba por ser un moderado del partido demócrata, un histórico forjador de consensos –como prueba su larga relación con otro maverick, el republicano John McCain–, frente a los populismos ideológicos tan en boga en Estados Unidos como en Europa; o, quizás más, se creía que ayudaría a restañar las heridas provocadas por el trumpismo. Nada más lejos de la realidad. Biden se entregó en brazos del ala izquierda de su partido y nada indica que los republicanos hayan moderado sus posiciones. El enfrentamiento cohesiona voluntades y moviliza votos, o eso parece.

Un Biden en horas bajas

ordenó la muerte de Aymán az Zawahirí, el médico egipcio que dirigía Al Qaeda desde la ejecución de Bin Laden en 2011. Az Zawahirí había conseguido la protección del régimen talibán tras la caída de Kabul, demostrando que las alianzas entre los fanáticos perduran más que el pacto político sellado con los norteamericanos en Doha. Lógicamente, no podía ser de otro modo si aceptamos la máxima chestertoniana según la cual el odio une más que el amor. Az Zawahirí se ocultaba en el barrio diplomático de la capital afgana, junto a las grandes embajadas occidentales, casi en abierto desafío. Dos misiles Hellfire R9X, lanzados desde un dron que vigilaba su casa de forma incesante, fueron suficientes para terminar con la vida del dirigente terrorista. Los Hellfire, armas de última generación, están conceptuados como un armamento limpio –de hecho, carecen de carga explosiva–, con el objetivo de ocasionar el menor número posible de víctimas civiles. Parece que ese objetivo se alcanzó. Con la muerte de Az Zawahirí, Estados Unidos cierra de algún modo la trágica historia del 11 de septiembre, cuando el atentado de las Torres Gemelas dio inicio al siglo XXI. «Se ha hecho justicia», declaró solemne Biden.

Con Al Qaeda descabezada por segunda vez, la pregunta más importante ahora es el papel de los talibanes como círculo de protección para el yihadismo internacional, que vienen a unirse a los tradicionales santuarios de Pakistán y, cada vez en mayor medida, de Irán. De hecho, tras la ruptura del pacto de no proliferación nuclear, Teherán ha avanzado firme en el desarrollo de su propio armamento atómico, introduciendo nuevos motivos de desestabilización en una de las zonas más convulsas del planeta. ¿Vamos hacia un retorno del terrorismo islamista en Occidente? En un mundo dividido en dos –como nos recuerda la reciente visita de Nancy Pelosi a Taiwán, que ha provocado la ira de Pekín– es más que probable. Los paralelismos con la primera mitad del siglo XX resultan inquietantes, no tanto por su simetría –no parece que nos encaminemos hacia una tercera guerra mundial–, como por la duración de los conflictos. Hablamos, por tanto, de décadas y no de años. El sueño amable del humanismo no ha arraigado, a pesar de todos los esfuerzos. La violencia continúa en el centro de la política. O, al menos, en uno de ellos.

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