Diario de Ibiza

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Andrés Ferrer Taberner

A pie de isla

Andrés Ferrer Taberner

El rompedor de rocas

De sobra sabemos que la realidad supera muchas veces la ficción. ¿Quiénes más conscientes de esto que los propios escritores? Abundan las obras literarias inspiradas a partir de hechos reales, muchas de las cuales fueron noticias de periódicos.

También la publicidad puede ser en ocasiones un buen punto de partida para la narración. De hecho, es escritura en sí misma por no cesar de fabular. Ideal para el relato corto, la publicidad sintetiza anecdóticamente a un ritmo frenético la realidad social y cultural de épocas determinadas. Muchos anuncios sugieren la letra capitular de una historia en ciernes.

Hace cosa de un mes salió publicado en la prensa ibicenca un anuncio que me sorprendió. Me resultó divertido, digno de ser aprovechado para un hilarante cuento.

El anunciante era un gran comercio ibicenco muy popular que, tanto los isleños como los residentes y los veraneantes, pitiusos todos por la gracia de Bes, Tanit y Pachá, visitan con más frecuencia y entrega que antaño las beatas las iglesias. De hecho, conozco en particular a una vecina que tuvo que sacarla de la tienda su marido por no querer abandonarla a la hora de cerrar. Llevaba un buen rato buscando como loca entre sus interminables expositores no sé qué para el jardín, y justo cuando da con la cosa entre vítores suyos y algún que otro paso de jotica por pura euforia −de Zaragoza la mujer−, va y la invitan a irse por ser ya hora comercial postrera. ¿Que no se ató y todo para no marcharse con una de las muchas mangueras puestas allí a la venta?

O sea, un lugar este de lo más adictivo en donde compra media isla sin parar artículos de bricolaje, sobre todo si tienes un chaletito de segunda mano a ‘estrenar’, en donde nunca funciona nada, salvo el vecino, que no para, como si se multiplicara a golpe de riego. Puedes adquirir de todo para tu nueva ‘mansión’ en este negocio venido a más a fuerza de trabajar, como acostumbran los ibicencos. Bueno, de todo menos ropa de domingo para los enanos del jardín y crecepelo para el Buda de turno junto al chorrito de la ‘pisci’ zen.

El objeto en cuestión del anuncio era promocionar uno de sus productos estrella de esta temporada, un «cemento rompedor» de rocas de lo más competente. Pero que conste que el rompedor de rocas más antiguo y resolutivo que ha existido jamás es Yahveh. Recordemos que redujo todo un peñasco al primer formato A8 de la historia: Las Tablas de la Ley que le hizo cargar a Moisés-Charlton Heston, un mandado de los cielos y de Hollywood. (Lo siento pero no los puedo separar desde que vi la película).

Este «cemento rompedor» se vierte con agua en el agujero que, previamente, se ha practicado con un taladro en la roca a exterminar. En cuestión de horas, una vez secada la mezcla, la pétrea víctima se resquebraja como los Budas aquellos que aniquilaron las bestias pardas de los talibanes. Expeditivo del todo lo del cemento, ciertamente, pero sin llegar a ser un arma de destrucción masiva, que no está el panorama como para emprender más guerras en el mundo, y menos contra la Federación de Rocas y Pedruscos, cuya capital no para ni en Rusia ni en China sino en España, ya que aquí nos rodean por todas partes, ¡un pedregal en carne viva! Abres una zanja y ¡hale!, te sale una cantera con guarda y todo.

Con suma economía de palabras y unas pocas fotos (la publicidad debe ser siempre concisa, aunque le conviene estar también ebria, pues de lo contrario no osaría soltar algunos de los eslóganes que soportamos), el anuncio que leí exaltaba las excelencias de este inquietante «cemento rompedor» en los siguientes términos: «Destruya la roca que le molesta sin explosiones y también dentro del mar». Cómico y enigmático a la vez.

Fue leer esto y hacer memoria si en mi vida presente sufría yo de algún tipo de extorsión, molestia o agravio por parte de roca alguna, fuera propia o extraña, ígnea, metamórfica, sedimentaria, sideral o turolense. En mi pasado, quizá sí. Recuerdo una que se me clavaba en el mismísimo coxis mientras dormía de adolescente en mi tienda de campaña, con el esqueleto todavía poco entrenado a los rigores de las Españas ásperas. Toda la noche con la dichosa roca sin parar de lacerarme los bajíos de la columna a la altura lumbar. Hasta le puse nombre a la condenada, apelativo que no reproduzco aquí por respeto al lector. Menos la susodicha, que en paz geológica no descanse nunca, o sea que se pudra expuesta en un museo lleno de niños, y otra de cartón piedra de una Falla que se vino abajo justo cuando yo pasaba, no sufrí persecución ni martirio de ninguna otra.

Esto en cuanto al medio terrestre. Si dentro del mar, como sugiere la frase publicitaria, también gustan perturbar las rocas, la cosa ya es más confusa. Bajo las aguas no veo un pijo. Fíjate, no me reconozco en ellas ni mis pies (gasto un 49), que parecen de cadáver gigantesco semiflotante. De momento no me consta que ninguna roca submarina se interponga en mis quehaceres. Pero tomaré nota del cemento ese por si alguna se me pone farruca.

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