Diario de Ibiza

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Andrés Ferrer Taberner

A pie de isla

Andrés Ferrer Taberner

El náufrago de la pizza

En las zonas turísticas el mar es muy sufrido y soporta que le floten encima una serie de cachivaches de plástico, tales como colchonetas y flotadores diversos, que más valdría que se hundieran a plomo, como las canciones del verano. Pero no hay manera.

No sé qué pasa que cuanto más feos y estrambóticos son mayor flotabilidad alcanzan y menos sucumben a las profundidades. A mi kayak tengo que darle palmaditas para calmarlo, pues se me enciende todo blasfemando en latín cuartelario, arrebatado de furor guerrero de galera romana en cuanto los avista. Además, cómo habrían de irse a pique si cada vez son más descomunales. Uno solo podría con una flota. Me hundirán ellos a mí en todo caso cualquier día de estos.

Por otra parte, hincharlos a pulmón es propio de suicidas, te juegas los alvéolos y acabas tísico. Con el aire que les cabe podríamos regalarle una atmósfera entera a la luna.

De estos gigantes inflables resultan especialmente ridículos −y hasta grotescos− los que alcanzan formas de animales. Representan bichos que, de tan enormes, parecen criados en granjas experimentales de las que meten hormonas en el pienso y ensayan con ingeniería genética al uso. Si no a qué vienen de fábrica con aspecto de flamencos de toda la vida, por ejemplo, pero de tamaño tan colosal que te hacen nadar despavorido si una ola te los catapulta encima. Si te van a alcanzar, ve rezando un Ave María antes de entrar en estado de shock con el flamenco de sombrero. Los socorristas de la playa ya se han afanado este verano con unos cuantos bañistas afectados por este mal. Pero claro, ¿qué pueden estos esforzados de la Cruz Roja contra las lesiones cervicales y los daños psicológicos provocados por semejante mole?

Otro modelo muy de moda de estos inefables artículos playeros y de piscinas es la cama flotante en forma de unicornio, también bestial de volumen. A esta cosa mi kayak le ha cogido un miedo instintivo; se bate en retirada nada más aparece en escena, no sea que lo corneé por la popa.

Estos modelos vienen con asas agarraderas y un gran asiento para el niño, la mamá y el yayo de los cuatro que se atreva a salir en la foto. Los colores que lucen estos flotadores gigantes requieren de gafas de sol de máxima protección para los sufridos bañistas situados cerca. El rosa chillón es el favorito de los fabricantes (no los tengan nunca los dioses en su gloria).

Pero hay más. El otro día, navegando en el kayak en la costa del Port de Sant Miquel, auxilié a un turista extranjero que iba encima de otra clase de objeto flotante del que todavía no había tenido noticia hasta entonces (ni nadie, creo). Tuve que ir en su ayuda porque unas rachas de terral lo habían alejado demasiado y no podía regresar a la orilla por mucho que bogara malamente con un remo ridículo, casi un juguete, también de plástico, claro.

Pero lo que me dejó atónito fue su ‘embarcación’. ¡Era una enorme cama flotante con forma y con imagen de ración de pizza gigante! ‘Mamma mia’!, me dijo mi pobre kayak. Resaltaba hiperrealista este plato en la fotografía que, a todo color, se veía estampada sobre la superficie del plástico inflado, con tanta presión de aire, por cierto, que parecía que la pizza iba a estallarle en la cara al ‘náufrago’.

Con forma milimétricamente triangular, como corresponde a cualquier ración de pizza cortada como dios manda, su superficie era de tal extensión que al menos cabían tumbados tres ‘comensales’ entrados en carnes. No podía creerme lo que estaba viendo. Hasta tal punto que estuve en un tris de echarme agua dulce a los ojos y volver a enfocar la vista. Mas la pizza seguía ahí, flotando sobre el mantel azul del mar, con sus buenos ‘pepperonis’, tomates, champiñones y demás ingredientes de las más genuinas recetas italianas. Eso sí, en lugar del maravilloso queso ‘pecorino’, rebosaba coladas de queso grasiento barato que habría horrorizado a cualquier buen ‘pizzaiolo’ (el ‘pizzero’, vamos) amante de su oficio.

Le lancé un cabo al socorrido y lo puse a salvo remolcándolo a la playa, donde le aguardaban su móvil, su sombrilla, su toalla y su familia.

Pensé en lo mal que lo hubiera pasado este hombre si llega a estar varios días a la deriva en plan Robinson Crusoe. Desfallecido y hambriento, qué tortura permanecer ahí montado en una pizza gigante y no poder probar ni un simple champiñón, aunque menudo champiñón, del tamaño de un queso de bola. Al final habría ido chupando el plástico poco a poco hasta acabar sucumbiendo echándole un voraz bocado, lo cual habría sido causa de su irremediable zozobra, ya que pizza y náufrago se hubiesen perdido para siempre en las profundidades, siendo pasto de los peces, aunque el queso ese acabarían por escupirlo.

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