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Pilar Galán

Tribuna

Pilar Galán

Hijos polirrizos

Yo creía que después de estudiar los verbos griegos o todas las formas de mirar o caminar en inglés (cómo se dirá andar a gatas mientras guiñas un ojo, nos preguntábamos por entonces antes de los exámenes de la Escuela Oficial de Idiomas), ya quedaba libre de retos incomprensibles. Pero no. Me faltaba aún enfrentarme a la intrincada selva de ayudar a mi hijo en la elección de su futuro académico. Se equivocan quienes critican que el alumno que ha sacado la máxima nota en la prueba de acceso a la universidad haya decidido estudiar clásicas. Lo impresionante es que tenga tan claro qué quiere estudiar, sea lo que sea, en medio de la maraña de títulos, grados, ciclos, ramificaciones y combinaciones de ene elementos elevados a ene, como nos enseñaba nuestro antiguo profesor de matemáticas en los tiempos en que la división entre letras y ciencias era una frontera infranqueable.

Si pasamos por alto la estupidez de la polémica creada, o los ataques de quienes piensan que malgasta la nota estudiando latín y griego, que son casualmente los mismos que creen que estudiar para ser maestro o profesor es perder el tiempo, cuando los mejores expedientes deberían ir de cabeza a formar a los futuros alumnos, lo alucinante es que este chico ha superado el laberinto de la elección de futuro. Grados, dobles grados, triples grados, ponderaciones, universidades en las que ponderan unas asignaturas con criterios a veces peregrinos, plazos y la barrera de hacerlo todo por internet, ciclos, familias profesionales…

Al estudiante que sale feliz después de haber superado la prueba de acceso le espera no un camino sino una jungla en la que es difícil ver el sol. Hay muchos que saben lo que quieren desde siempre, y otros, la gran mayoría, que se pierden sin un mínimo de consejo o sentido común. Los padres podemos ayudar, apartar algún arbusto, cortar alguna liana, pero nunca ponernos al frente y pretender que nuestros hijos sigan la senda que hemos marcado. Se puede acompañar, recordarles que es una decisión importante, pero con vuelta atrás, si se equivocan, y sobre todo, dejar que elijan, aunque parezca imposible. A mí, que estudié clásicas, la gran carrera del futuro entonces, la gran carrera del futuro ahora, no se me ocurre criticar ni al alumno de mejor expediente, ni cualquier decisión que tome mi hijo.

Mi padre hubiera querido que estudiara derecho, y seguramente mi vida hubiera sido muy distinta a la de ahora. Yo no me he arrepentido nunca, aunque he tenido mis momentos de debilidad. Eso es lo que me gustaría para mis alumnos, para mi hijo. Que elijan después de escuchar los consejos, pero que elijan solos. Que vean la luz entre los códigos de las asignaturas, que se preinscriban donde sea a pesar de las contraseñas y las claves de acceso. Que sean felices con aquello que hayan elegido, sabiendo que a veces se arrepentirán y otras, no tanto. Y que después de tantos años, como los míos de ahora, miren atrás y sonrían, ilusos, creyendo que tras los verbos polirrizos o las leyes termodinámicas o cualquier cosa que estudien, ya no les queda nada por aprender. Bendita sea su ingenuidad, que forma parte de la nuestra.

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