La controversia que se ha originado en Formentera por el resultado de la licitación de algunas concesiones en las playas de la isla (similar a la que ya se produjo hace algunos años en Sant Josep), la amenaza que se cierne sobre la continuidad del Club Náutico Ibiza o las encarnizadas batallas empresariales para explotar los puertos deportivos de las Pitiusas, libradas a menudo con malas artes y casi siempre zanjadas en los tribunales, son episodios aparentemente desconectados entre sí pero que en realidad tienen un mismo desencadenante: todos ellos son producto de un cambio ideológico y legal que se ha ido produciendo en la consideración del dominio público, hasta convertirlo en un bien del que la Administración quiere extraer el mayor provecho económico y, en consecuencia, sometido a la especulación.

Aunque parezca una obviedad, no está de más recordar que son bienes de dominio público los que están destinados al uso público. Y lo es singularmente el litoral (la zona marítimo-terrestre y las playas) porque así lo establece expresamente la Constitución. Podría parecer, pues, que la privatización encubierta y la ordeñación económica de esos bienes está claramente excluida de la legalidad, que el interés general del aprovechamiento colectivo ha de primar siempre sobre otras finalidades, pero los ejemplos anteriores demuestran que no es así. El criterio de protección o conservación del dominio público está dando paso en todas las administraciones al de mera rentabilización de los bienes. Es lo que se ha dado en llamar la «valorización» del dominio público, que curiosamente siempre tiende a medirse en magnitudes económicas y rara vez en términos medioambientales, culturales o sociales. Como si el importe del canon fuera la única aportación posible al interés general y a la riqueza colectiva.

Una vez que los organismos estatales, autonómicos y municipales asumen la percepción del dominio público como un activo del que pueden obtener un sustancioso provecho económico, invariablemente se afanan en maximizar ese aprovechamiento y desencadenan esa espiral perversa que, como ya hemos visto, atrae a turbios personajes, empresas opacas y capitales de sospechosa procedencia, y acaba por transformar por completo la naturaleza y uso del litoral. En Ibiza y Formentera abundan los ejemplos, y aun así nuestras instituciones persisten año tras año en el error o en la irresponsabilidad.

La decisión de otorgar o no concesiones de negocios privados en el litoral es estrictamente política y discrecional, nada obliga a hacerlo. A menudo el criterio para tomarla no es proporcionar unos servicios necesarios sino simplemente generar unos ingresos con los que cubrir presupuestos o hacer frente a necesidades financieras. Ahora bien, una vez que se opta por autorizar amarres, quioscos o elementos de alquiler en el dominio público mediante concesión, es verdad que la legislación actual condiciona mucho, pero no lo es menos que a nuestros responsables políticos les ha faltado imaginación o voluntad para que el peso de la oferta económica jamás sea determinante y haya otros aspectos en las licitaciones que garanticen unas actuaciones mesuradas y respetuosas con el entorno, con el interés general, ajustadas al modelo de isla y de oferta turística que queremos.

Lo que subyace en el fondo es precisamente la indefinición -y la descoordinación- que reina sobre el modelo territorial y de desarrollo turístico de Ibiza y Formentera, que todas las fuerzas políticas quieren «sostenible» sin llegar nunca a concretar en qué ha de consistir esa sostenibilidad quimérica. Si no somos capaces de administrar a nuestra conveniencia el dominio público, ese patrimonio colectivo cada vez más inaccesible y descontrolado en las Pitiusas, no podremos lamentarnos después de las funestas consecuencias.

DIARIO DE IBIZA