Cada vez que vi a Antonio Vega en directo a lo largo de mi vida, y fueron unas cuantas, tuve la misma impresión: probablemente esa sería la última. Pienso en él ahora porque mañana se cumplen trece años de su muerte, una cifra todo lo redonda que cada uno quiera considerar, y hace unas semanas, quince de su último concierto en Ibiza, el 1 de abril de 2007. Recuerdo sobre todo una actuación en la sala Aqualung de Madrid en la que apenas podía sostenerse en la banqueta, como un pajarillo desplumado recién caído del nido, y en la que se tenía que limpiar el sudor y los mocos con la manga entre canción y canción. Y la última, en el auditorio de Can Ventosa, en la que no nos dejó ver su cara, oculta tras una melena gris y desmañada. Tocó ese repertorio inmortal con un hilo de voz y sin levantar la cabeza. En los días previos insistí e insistí a su mánager para que me diera una entrevista, pero me confesó que las fuerzas no le daban para tanto. Su mala salud de hierro dimitió solo un par de años después, pero la heredaron sus canciones. El concierto de Ibiza terminó con ‘Una décima de segundo’ a capella en medio de un silencio sepulcral. Se me acaban de poner los pelos como escarpias.
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