El taxista llevaba sintonizada una emisora de música clásica. Sonaba la Primavera, de Vivaldi, cuyos compases hacían juego con mi estado de ánimo, más bien eufórico, y con la luminosidad del día. Eran las ocho de la mañana y parecía que estábamos estrenando el mundo. En esto, el conductor me observó a través del espejo.
-¿Se ha dado cuenta de que escucho música clásica? -preguntó.
-Claro -dije yo con fastidio. No me apetecía hablar.
-¿Y no le extraña? -insistió.
-¿Por qué iba a extrañarme?
-Por mi aspecto. No tengo aspecto de escuchar a los clásicos. Fíjese en el piercing de la oreja y en el de la nariz, y en el tatuaje del cuello. Me cuadrarían más el rock o el rap, ¿no cree?
-No lo había pensado -respondí de mala gana.
En realidad, sí lo había pensado, pero el odio me inducía a llevarle la contraria.
-Pues yo no hago otra cosa que darle vueltas al asunto -añadió él-. Me detesto por no escuchar la música que corresponde a mi estética. Pero he intentado escuchar otra y me aburre.
-No sé qué decirle -intenté concluir.
El hombre me miró con rencor. Esperaba que yo tomara partido a favor o en contra de su dilema.
-¿Usted no tiene contradicciones entre su manera de vestir y sus preferencias musicales? -machacó. No se rendía.
-La verdad es que no tengo preferencias musicales. A ratos me gustan unas cosas y a ratos otras, dependiendo de la situación, supongo. En cuanto a mi ropa, tampoco pierdo mucho tiempo en elegirla. Me pongo aquella con la que menos llamo la atención.
-Es usted un poco neutro -expuso con expresión de asco-. No es de esas personas que toman partido.
-La verdad es que no -despaché para fastidiar.
El hombre apagó la radio, se hundió en un silencio hostil y comenzó a conducir de manera algo brusca. Llegué a mi destino un poco mareado y arrepentido de no haberle dado la razón. Suelo dársela a todo el mundo, excepto cuando me levanto eufórico. La euforia no es buena consejera.