Diario de Ibiza

Diario de Ibiza

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Andrés Ferrer Taberner

A pie de isla

Andrés Ferrer Taberner

Menorca, tal lejos, tan cerca

De hallarse Menorca en las antípodas de Ibiza no se tardaría más en llegar allí. Cualquiera diría que pertenecen a la misma comunidad autónoma. Pero como es cosa averiguada que comparten archipiélago, hay esperanza aún de establecer contacto presencial. Menorca no es la isla de Nunca Jamás; es bien real y queda ahí en el mar de ‘al lado’ a disposición de los ibicencos para lo que gusten disfrutar, que es abundante y bueno.

Viajar hasta Menorca desde Ibiza es casi como hacerlo a un remoto país, por mucho que ambas compartan los artículos ‘salats’, además de esa misma blancura de cal recién ‘nevada’ a brocha sobre las casas, justo ahí donde el sol se vuelve más cegador que en el propio cielo.

El que no exista una conexión directa regular entre las dos islas no ayuda. Tardas menos en aterrizar en muchas distantes ciudades del continente europeo que en Menorca. Toca casi siempre hacer transbordo en el aeropuerto de Palma. Mientras se espera, cabe entretenerse en indagar qué ensaimada de las que venden allí a los turistas está más seca que una algarroba. Pienso que Mallorca emergió de su zócalo submarino, aparte de para que a los alemanes les diera un poquito el sol, con la finalidad de ser puente entre menorquines e ibicencos y que así se conocieran e intercambiaran un ‘Uep! Com va?’, el saludo propio de las Baleares que habría fascinado al mismísimo profesor de fonética Mr Higgins de la película ‘My Fair Lady’.

Pero aparte de la dificultad de desplazarse a Menorca, ¿existe de verdad entre ellas voluntad de conocerse? Francamente, mucho entusiasmo no detecto. Ni siquiera motivos para odiarse, que es lo que toca entre lugares vecinos. Mas como se interponen casi 300 kilómetros entre ambas, escasean los relatos de agravios, el género narrativo más antiguo de la tierra, anterior incluso al mitológico.

Además, para qué discutir si sus habitantes salen a una parecida cifra astronómica de metros cúbicos de azul de cielo y de mar per cápita; no hay indicador mejor para medir la riqueza real que importa.

Cambiando de punto de vista, lo cierto es que ni con el catalejo del abuelo, o sea el mío, se divisa Menorca desde la costa ibicenca. Que nadie se esfuerce en no parpadear y poner mirada de cernícalo loco haciendo como que ve tierra menorquina en la lejanía. No cuela. Nada, ni un maldito gramo en el horizonte. Como mucho, se distingue Mallorca en días claros, hazaña óptica que no celebra el ibicenco con excesivo fervor balear. La otra isla está demasiado lejos; se la guarda el horizonte en su cofre de brumas.

El mar multiplica las distancias. Sobre todo, en aquellas direcciones que no interesan tomar. Y al ibicenco, a decir verdad, le ha interesado bien poco seguir la que conduce a Menorca. Sus preferencias han sido otras. Si pisa otro suelo del archipiélago, aparte de Formentera, ha sido preferentemente el de Mallorca por razones obvias que abarcan, entre otras, desde las puramente administrativas hasta las sanitarias (con un servicio de oncología tan carente de especialistas en Can Misses, no me extraña). Y cuando los ibicencos marchan de vacaciones, suelen hacerlo a destinos exóticos, cuanto más lejos mejor, en los que, por una vez, los turistas a cuerpo de rey son ellos, los Marí, los Tur, los… Quizá piensen que, para ver calas, ya disfrutan de las suyas, no necesitan que se las preste Menorca. Al fin y al cabo, ¿no es el mismo mar quien las talla? Ansían ‘escultores’ nuevos que les ofrezcan paisajes diferentes.

Por tales motivos, son escasos los habitantes de Ibiza que han estado al menos una vez en la isla hermana. Reto al lector ibicenco a que encueste a sus conocidos. Verá qué poquitos la han visto con sus propios ojos. Menos que judíos de la quinta de Moisés la Tierra Prometida. Una pena.

Si bien Ibiza también contiene un paisaje amable de valles abiertos, Menorca presenta menor relieve, mucho más plana, aunque en la parte noroccidental se levanta una ‘cordillera’ de puro viento en invierno, la Tramuntana, un nortazo intratable al que le divierte despertarle al Mediterráneo su lado canalla.

Piérdase el ibicenco por el interior de Menorca y distraiga su ocasional hambre de tierra adentro, sin salitre, y se liberará un tiempo de marchar a la Península a calmarla. Sacie, asimismo, su curiosidad de cuantas tejas vea en las casas rurales, que en Ibiza se techan al modo fenicio, con cubierta plana. Mas lleve siempre el bañador a mano que, pese a tanto caserío, ganado y labranzas a lo continental, Menorca también ejerce de isla traviesa, y más pronto que tarde se le colará una irresistible y juguetona cala que le sacará al pez que lleva dentro como balear que es.

A la postre, las calas menorquinas parecen una prolongación desconocida de la propia Ibiza, aunque como surgidas de un ayer lejano al conservarse vírgenes muchas de ellas. ¿Quién rechazaría viajar a un pasado paisajístico mejor y tan puramente baleárico? Animo al ibicenco, pues, a reforzar sus credenciales geográficas a través de esta otra isla para no incurrir más, entre otras apostasías, en la de los ‘beach clubs’ malditos.

Compartir el artículo

stats