Bruno, 21 años, cinco esperando a que un papel le permita trabajar, estudiar o sacarse el carné de conducir, como el resto de sus amigos. Bruno es uno más para todos: es un hijo más para la admirable mujer que le acogió cuando, al cumplir los 18 años, tuvo que salir del centro de menores que le tuteló porque su madre le molía a palos. Es un hermano para ese amigo que comparte con él todo lo que tiene desde entonces; es uno más de la familia para los abuelos, para los tíos, los primos. Pero para el agujero negro de la Administración es un extranjero procedente de Brasil sin derechos, pese a que llegó a Ibiza con 11 años y aquí fue al colegio, al instituto, echó raíces, se rodeó de amigos. Empieza la temporada, faltan trabajadores en todas partes y a Bruno le ofrecen empleos que debe rechazar porque no tiene ese documento llave que nunca llega. Se desespera, y también quienes le quieren, porque no hay derecho a que se juegue con la vida de las personas de esta manera. A que se las maltrate así. Falta personal para tramitar los miles de expedientes de extranjeros que colapsan las oficinas de Palma y de Ibiza. Conocemos el caso de Bruno, pero hay muchos como él, esperando a que el laberinto ciego y cruel de la Administración les permita tener oportunidades y tomar las riendas de su vida, al fin.
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