Diario de Ibiza

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Andrés Ferrer Taberner

A pie de isla

Andrés Ferrer Taberner

Los milores

Víctor Navarro, un registrador de la propiedad valenciano que trabajó en Ibiza a finales del siglo XIX, cuenta en su libro ‘Costumbres en las Pithiusas’ que los ibicencos de entonces llamaban milores a los yates con los que los más distinguidos viajeros europeos recalaban en la isla.

Milores es el plural de milord (del inglés, my lord), una palabra usada con frecuencia en el siglo XIX por españoles y franceses para dirigirse a todo británico, y angloparlante en general, que pareciera ser de clase alta. Resulta curioso que los isleños hicieran extensivo semejante honor a sus barcos de recreo, los yates, cuyo porte naviero solía ser considerable.

Presumo que el término lo utilizaban más con ánimo de burla que de admiración. A lo mejor les parecerían estos tan pomposos, estrafalarios e inabordables como sus propietarios mismos. Debían pensar, y con razón, que como mínimo había que ser un milord o similar en la escala de riqueza, para poder ambicionar barcos tan caros con los que lucir también en el mar el rango social que exhibían en tierra. Si estos millonarios llevaban ya años presumiendo de vivir en suntuosas residencias, de dirigir ejércitos de obreros en sus fábricas o de acumular las mejores carteras ministeriales de sus naciones, convertidas la mayoría en prósperos imperios coloniales, ¿por qué no pregonar también en el mar su éxito social? Sobre todo, ahora que el Mediterráneo se había estado poniendo de moda por los viajeros ingleses, tan audaces ellos, tan leídos y tan de tomar su dichoso té en todas partes.

Un lujo privativo los milores, ya lo creo, todo un despilfarro a ojos de la mayoría de ibicencos que, como mucho, podían permitirse un llaüt o un falutxo, embarcaciones de pesca dotadas de remos y vela latina, y cuya tripulación se reducía a dos o tres hombres. A su vez, estos llevaban consigo a sus hijos desde muy niños para que aprendieran el oficio a fuerza de criar ampollas y escamas de pez en sus manitas.

Dichos pescadores se quedaban perplejos observando de cerca los detalles de estos barcos al coincidir en los lugares de atraque. Veían atónitos que sus propietarios contaban con amplios camarotes repletos de comodidades de las que ellos carecían en sus casas. ¡Hasta había un cocinero a bordo!

Tan diferente todo a su pequeño mundo y a sus costumbres. Ellos, que a media mañana guisaban sobre la marcha su comida en la cubierta de sus modestos llaüts o faluchos utilizando un tocón de madera dura ahuecado. En su interior prendían los carbones, piñas y ramas de pino secas, tal como nos relata el archiduque Luis Salvador de Austria unos años antes en su obra ‘Las Antiguas Pitiusas’. Colocaban a continuación un puchero con agua, arroz, pimentón dulce, algo de azafrán y… lo más importante: unos suculentos pescados recién capturados. Todo ello acompañado de una ración de pan moreno para cada tripulante. Ignoro a qué rayos sabía la comida a bordo de los milores, por mucha porcelana y mantel que decorara la mesa. Si era al gusto del paladar inglés, yo mismo en persona, cuchara en mano, me habría arrojado de cabeza al agua para ganar a nado uno de esos benditos faluchos.

Tengo que confesar que tras leer en su día entusiasmado estos valiosos detalles gastronómicos recopilados por el archiduque, me entró tal arrebato cultural de mediterraneidad que, aparte de volver a asesinar una vez más la canción-himno de Serrat sobre nuestro mar cantándola a pleno pulmón en la ducha, quise emular a aquellos pescadores cocinándome en mi kayak un arrocito marinero con un infiernillo de gas. Pero se me chamuscó el ‘plastezuelo’ del casco de la embarcación, amarrada como estaba a una boya frente a Cala Salada, por lo que empezó a salir más humo negro que por la chimenea del Titánic cuando se hundía. Oye, ¿que no me dejó sordo el socorrista de la playa con su silbato?

En definitiva, muchos isleños de aquella época, al igual que en el resto de España, no acababan de asimilar todavía que, además de para el transporte, la pesca y la guerra, a la navegación le cupiera aún una otra utilidad como era la recreativa.

Lo que jamás debieron sospechar es que un siglo y pico después su litoral iba a estar plagado de milores. Y hasta de ‘megamilores’, los reyes indiscutibles del escaparatismo social náutico sobre las aguas. Acordémonos de los yates de los jeques del petróleo y de los ‘jeques del gas’, los rusos, cuyos yates están hoy día en busca y captura.

El mar pitiuso en verano ha acabado casi como esas bañeras con niños, en las que meten las criaturas un barquito más y ya no se ve ni el agua.

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