Diario de Ibiza

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Prats, Xescu

Cuestión de equilibrio

Destinar una pequeña porción de la tarta turística a la industria del lujo era algo inevitable y tal vez hasta necesario, pues no existía otra vía para atender a la cuadrilla de nuevos ricos que desembarcaba atraída por la ‘magia de Ibiza’, pidiendo a gritos que le vaciasen la cartera. El problema radica en el instante en que lo anecdótico, por el efecto imitación, se estandariza y generaliza. Entonces, la cuadrilla evoluciona a horda y el lujo se acaba expandiendo como un virus, hasta que toda Ibiza aspira a vender lo suyo como un producto de alto standing, aunque sea un cuchitril de mala muerte destinado a un perfil de huésped radicalmente distinto.

De acuerdo que vivimos en una sociedad donde prima la ley de la oferta y la demanda frente a derechos tan fundamentales como el acceso a la vivienda, pero todo tiene un límite. Salvo en Ibiza. Que te pidan más de mil euros al mes por un chamizo destartalado y reconvertido toscamente en alcoba debería ser delito o como mínimo falta. Una estafa asumida por el propio estafado, que no encuentra otra salida que dejarse estafar o poner tierra de por medio.

Cada año son más los propietarios que parecen sumarse a esta alocada carrera especulativa. Ni tan siquiera la pandemia o la crisis mundial desatada por la guerra de Ucrania han afectado a la escalada de precios del mercado inmobiliario ibicenco. Esta tendencia irrumpió cuando nos encomendamos al lujo como única estrategia de futuro, con un solo resultado: la inmensa mayoría de ibicencos hoy vive peor que hace veinte años, salvo unos pocos que multiplican su riqueza y privilegios temporada tras temporada.

Uno de los más preocupantes efectos secundarios de esta carestía insoportable, además de la inestabilidad social que genera, es que ya casi nadie quiere venir a trabajar a Ibiza. Este verano, a tenor de los comentarios, la situación será aún más grave que en años pretéritos. Aunque en la isla los salarios sean ligeramente mejores que en Benidorm, Málaga o Salou, el trabajador prefiere ir allí y disponer de un techo decente, sin pasar la temporada viviendo como un pordiosero. En las primeras décadas del turismo, muchos empleados tenían cama y comida pagada, de forma que podían ahorrar la mayor parte de su sueldo. Hoy, lo que les queda de nómina, tras abonar el alquiler y hacer la compra con la carestía que caracteriza a los supermercados de Ibiza, ha dejado de compensarles. Venir a trabajar a Ibiza, en definitiva, es un infierno.

Dicha coyuntura nos conduce hacia un déficit ingobernable de mano de obra y una terrible paradoja: cobramos cifras astronómicas por nuestros productos turísticos, pero no disponemos del personal necesario para ofrecer la calidad que se les presupone. Únicamente se salvan aquellos establecimientos que cuidan a su personal y lo mantienen desde hace años.

Si durante este verano se hiciesen estadísticas serias del grado de satisfacción que se llevan a casa los turistas, probablemente nos entrarían sudores fríos con los resultados. A la saturación extrema, la suciedad y el cuidado deficiente de playas y naturaleza, se suma la creciente insatisfacción por el trato recibido. Esta forma de dar gato por liebre al turista podría dañar gravemente y a corto plazo a la economía ibicenca, si no fuese porque hay tanta demanda de pasar unas vacaciones en la isla, que por cada viajero que se marcha escaldado tenemos otros cinco haciendo cola para ocupar su lugar. Pero el día en que el mundo recupere cierta normalidad, no ocurrirá lo mismo.

Si se cumplen los pronósticos, la sensación caótica que experimentará el turista al aterrizar, con el aeropuerto nuevamente manga por hombro por la inoperancia de sus gestores, acabará persiguiéndole durante buena parte de su estancia. Y lo más tremendo es que, vista la ineficiencia de las administraciones para intervenir el mercado, solo nos queda esperar a que la burbuja reviente para recuperar cierta normalidad.

‘El concepto ‘morir de éxito’ es perfectamente aplicable a la situación que puede generarse en la isla este verano. Se impone la necesidad de poner límites en un montón de variantes: el precio de la vivienda, la cantidad de turistas que pueden convivir al mismo tiempo en nuestro limitado territorio, los tarifas que se cobran por estancias o por un almuerzo cuando el servicio no cumple con unos estándares mínimos, etcétera.

Ninguna institución, sin embargo, se ha atrevido jamás a mover un dedo, más allá de colocar algunos parches inútiles, y todo apunta a que en el futuro tampoco lo hará. Tendremos que estrellarnos para que, en algún momento, la isla vuelva mínimamente a equilibrarse. En Ibiza, a diferencia de otros destinos en los que se trabaja con visión de futuro, el bien común y una gestión pública pensada para el largo plazo y con criterios valientes constituyen una utopía.

@xescuprats

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