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Matías Vallés

Opinión

Matías Vallés

El crimen es la guerra

La muerte de soldados y civiles es equivalente, salvo que se desee preservar una visión artística de los conflictos bélicos limitada a sus profesionales

Rusia ataca Ucrania.

La evidencia de una invasión inadmisible de Ucrania a cargo de Rusia no impide denunciar la imposición creciente de la lógica belicista. El mundo entero se siente hoy reflejado en el Stalin desafiante de "¿cuántas divisiones tiene el Papa?" El envenenamiento movilizador se acentúa por ejemplo al hablar de crímenes de guerra, una distinción bizantina que no humaniza el enfrentamiento armado sino que culmina su labor de degradación. Porque el crimen es la guerra en sí, y cualquier matización de esta ley equivale a una justificación de la matanza.

Cuando se desatan "los perros de la guerra" que Shakespeare pone en labios de Marco Antonio, se impone una nueva lógica condimentada en sangre. Si aceptamos guerra como animal de compañía, las atrocidades son inevitables. Establecer una diferencia entre unos combatientes que ya saben a lo que van y una población desarmada, es tan humillante para los fallecidos como decirle a un niño que ha sido víctima de "violencia vicaria". La muerte violenta de soldados y civiles es equivalente, salvo si se desea preservar una visión artística de los conflictos bélicos limitada a sus practicantes profesionales, y donde los residentes estorban la destrucción generalizada.

No conviene incurrir de nuevo en el error del enfoque único y acrítico de la pandemia, del que costará recuperarse. "Crímenes de guerra" es una redundancia que se pretende dramática, cuando en realidad tolera una porción de los muertos. El fallecimiento de un soldado equivale al de cualquier otro ser humano. No son gladiadores o corredores de Fórmula 1, donde la conmoción solo aparece cuando el misil aplasta a un espectador. Quienes se refugian en la profesionalidad o la entrega patriótica, omiten que los combatientes están obligados o que perciben cantidades por las que ningún ser humano en su sano juicio se dejaría matar, dos mil euros al mes en el caso de los mercenarios sirios contratados por Putin. No deja de ser curiosa la encuesta de Michael Moore en el Congreso estadounidense a razón de las guerras de comienzo de siglo, cuando demostró que ningún representante de la nación liberadora tenía a un hijo combatiendo en los frentes asiáticos.

Los rastreos de las comunicaciones de centenares de soldados rusos dejarán constancia histórica de su rechazo a la aberración de su empleo en Ucrania. La violencia ejercida unilateralmente por los invasores rusos no puede empeorar el dictamen de que el crimen es la propia guerra, del mismo modo que Cioran no advertía ninguna variante que agravara la condición de "ser humano". En especial, cuando las batallas se libran mientras se mantienen intactos los vínculos comerciales multimillonarios entre los bandos enfrentados. Lo resume la impecable frase "no vamos a combatir a alguien a quien los europeos están pagando", en referencia a la dependencia gasística y a pesar de que fuera pronunciada por Donald Trump.

En otra pirueta desconcertante, los partidarios del invasor Putin se disfrazan de pacifistas. De hecho, la confianza del dictador ruso en la cobardía intrínseca de Europa se halla en la raíz de su sangrienta invasión. Una vez aceptado que hay que oponerse a la provocación, y era imprescindible hacerlo para salvar a Occidente, se impone la lógica del conflicto bélico. Aquí, la venganza es una de las características de la guerra. Dado el revival planetario de Churchill, conviene recordar que el primer ministro británico manifestaba machacón tras el bombardeo de su país por los aviones de Hitler que "les devolveremos cada golpe". El plural apuntaba a los alemanes en general, no solo al tirano. Recuerden Dresde en fecha tan avanzada como febrero de 1945, con decenas de miles de muertos.

Dos meses después de haber iniciado las hostilidades, Putin sigue sin haber matado a nadie. Una orden de asesinato no debe cumplirse. Solo si cada persona que mata a otra asume la autoría indivisible del acto, se acabará la guerra como ejercicio de la muerte por delegación. De lo contrario, se admite la lógica del exterminio, y solo se precisa estipular las cláusulas del contrato fatídico. La intervención a posteriori del Tribunal Penal Internacional y demás imitaciones de Nurenberg solo administra un consuelo hipócrita. En el célebre comentario de otra vez Churchill ante el enjuiciamiento de los dirigentes nazis, "más nos vale ganar la próxima guerra".

Los colegios españoles prodigan estos días actos colectivos a favor de la paz. La apelación genérica peca de indolente, y mejora sin perfeccionarse al transformarla en alegato contra la guerra concreta desencadenada por Rusia. El pacifismo vacuo no funciona, pocos centros se atreverían a predicar que "no acabaré con la vida de otro ser humano con independencia de las órdenes que reciba", porque la obediencia se superpone a la propia existencia. Como de costumbre, la Biblia simplifica la educación en su quinto mandamiento, "no matarás". Las excepciones son añadidas por quienes buscan resquicios para la muerte industrializada, al igual que ocurre con la siempre matizada libertad de expresión.

Raymond Aron hablaba en los setenta de "la paz imposible y la guerra improbable", pero Putin funciona con la mentalidad del policía, necesita enemigos. Una vez desaparecido Leonardo Sciascia, ningún europeo podría retratar al presidente ruso, que debe apañar o amañar una victoria antes de las celebraciones del fin de la Segunda Guerra Mundial el nueve de mayo. Pensó equivocadamente que Europa era incapaz de dar un paso al frente, y que el Kremlin siempre podría dar un paso atrás. Cayó en su trampa.

El misil ruso sobre la estación de Kramatorsk llevaba pintada la leyenda "Por nuestros hijos". Le faltaba añadir "que vinieron a Ucrania a asesinar a los vuestros". No cabe detectar un ensañamiento singular, se impone de nuevo la lógica de la guerra. También los americanos llenaban de leyendas ofensivas las bombas que derramaban en sus campañas, como si confiaran antes en la potencia del insulto superficial que en el material explosivo interior. Si se pierde el respeto al enemigo, decae la humanidad entera. Hasta los militares lo saben.

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